A mis hijos.
La primera noche que pasé en Berlín, debe haber sido a mediados de semana de un frío febrero de 1964, caminaba por la Breitenbach Platz, en Dahlem, y de pronto, al pasar frente a una discoteca, escuché por primera vez en mi vida «A hard day’s night», de un grupo para mi absolutamente desconocido. Era el éxito de su segundo single, que estaba batiendo récords de popularidad y ventas. Fue el comienzo de un amor fulminante, entrañable por un grupo de pop británico que se incrustó en la médula de mi joven vida de estudiante chileno de filosofía. Desde entonces, mi vida se convirtió en una cámara de resonancia de esos maravillosos éxitos, como «Penny Lane», «Michelle», «Eleonor Rugby», «Yesterday». Me compré una radio portátil Grundig, que me permitía escuchar, no importa dónde estuviera, el Top Twenty por la emisora británica de la zona de ocupación inglesa y seguir la evolución, semana a semana, de los grandes éxitos del pop británico. No hubo éxito de los Beatles que no los escuchara en estreno por la emisora de los ocupantes ingleses. Y tanto se fundieron con nuestras vidas, que toda manifestación política que realizáramos –estábamos en pleno rechazo a la guerra de Vietnam– terminaba en alguna de nuestras cervecerías berlinesas preferidas escuchando los últimos éxitos de los Beatles en la rockola del lugar.No se comprende la vida de esas décadas –de los sesenta a los noventa del siglo pasado en Europa – con la rebelión estudiantil y el Mayo francés, Vietnam, Cuba, el Che Guevara y la Trikontinental -sin la existencia del cuarteto de Liverpool. Los Rolling,s Stones se sumarían a la cámara de los espejos sonoros, pero ya eran otra cosa. Las de los Beatles eran palpitaciones del alma. Y sin que prácticamente ninguna de sus canciones tuviera intenciones políticas –»Revolution» fue una concesión sin ninguna trascendencia – todas ellas estaban por debajo y por encima de nuestras sensibilidades. Eran, si se me permite la osadía, nuestros himnos paradisíacos.
Su éxito fue tan masivo y desbordante, la revolución musical que arrastraba consigo tan descomunal, que de inmediato comenzaron las interpretaciones de la Intelligentzia, que no podía mantenerse al margen del fenómeno musical de la posguerra: que si el barroco inglés, Bach y Mozart, Haendel y la música folklórica inglesa eran los últimos antecedentes de la revolución melódica y harmónica de los Beatles. Incluso la música gregoriana. ¿Cómo no ver su influjo en los arreglos que incorporaban una trompeta barroca en «Penny Lane», o los cellos y violines mozartianos en «Yesterday»?
En la culminación de un periplo perfecto, que había visto la impecable y prístina evolución y progreso musical de su década revolucionaria, con todos los corazones del mundo latiendo en las manos de John Lennon, recién sacrificado en un estúpido asesinato newyorkino, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Star, la vida existencial y musical de Los Beatles -tan indiferenciadas como su presencia en nosotros, ya parte de nuestra más íntima cultura-, llegaría a su fin con el fin de la década. Que en muchos aspectos cerraba un ciclo ejemplar. Frente al cual sólo cabía decir Let it be. Se separaron poco después de grabar una de sus más extraordinarias creaciones, el llamado ”álbum blanco”. Y que contiene algunas de sus más bellas creaciones, como el tema icónico de George Harrison, Hier comes the sun.
No niego haber dejado caer las lágrimas viendo el maravilloso homenaje a George Harrison, que en rigor fue un homenaje a los Beatles. Es decir: a todos los que no podemos explicamos la evolución de nuestras vidas sin la presencia deslumbrante y maravillosa de los geniales escarabajos británicos. Musicalmente impecable, bajo la dirección del guitarrista Eric Clapton – otro de nuestros grandes amores sesentosos – y la participación de Billy Prreston, del hijo de Harrison, tan idéntico a su padre, que la mujer de Clapton dijo que su aparición mostraba a un George Harrison increíblemente rejuvenecido, que los envejecía a todos. Allí estuvieron Ravi Shankar y sus hijos; cellos, violas y violines de la Sinfónica de Londres; Ringo y Paul McCartney, y otras inolvidables estrellas del pop británico. Con dos inmensos ausentes, presentes y vivos en el corazón de todos nosotros: Lennon y Harrison.
Puede sonar exagerado, pero en rigor en los más profundos estratos de mi formación intelectual y moral no sólo están Leibniz y Hegel, Marx y Engels, Herbert Marcuse y Theodor Adorno: están Los Beatles. Todos ellos son la única herencia que les dejaré a mis hijos. Ojalá los disfruten como nosotros, sus padres, lo hiciéramos.
@sangarccs
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