Los nombres de los sitios guardan una relación con su historia, valga decir los nombres tradicionales, y reflejan las huellas de las sociedades que a lo largo del tiempo los han ocupado. Estas denominaciones no suelen ser inmotivadas, sino producto de una larga relación con el entorno de quienes han nombrado los sitios de una manera u otra. De allí deriva el interés del estudio de la toponimia.
No puedo precisar cómo surgió mi fascinación por los nombres de los lugares y, luego, por los estudios toponímicos. Quizá fue por mi padre Horacio Biord Rodríguez, que junto a mis tíos Raulito, Moisés y Rogelio, y viejos amigos de San Antonio de Los Altos, entre ellos los hermanos Eleazar (el Viejo) y Tarsicio (Chiruli) Hernández Rodríguez, solían hablar habitualmente sobre los nombres de sitios de San Antonio y San Diego de los Altos, de toda la región de Los Altos, hoy nominada sobre todo en los medios de comunicación “Los Altos mirandinos”. Antes se conocieron como Los Altos o Los Altos de Caracas.
Ese interés se extendía a los lugares que frecuentaban o visitaban, como Güripa y San Casimiro, en el estado Aragua, terruños de mi familia materna; la zona del río Tiznados, en el estado Guárico, en la que mi papá tuvo un fundo; y más tarde en la región del Guaniamo (municipio Cedeño del estado Bolívar), donde mi papá y mi tío Moisés tuvieron en una época sendos fundos en el valle hermosísimo de Sabana Nueva, rodeado por la serranía de La Cerbatana, en cuyas faldas nace el caño Las Nieves, afluente del Guaniamo; el cerro La Bustamantera, en cuyo flanco norte había tenido posesiones y explotaciones sarrapieras don Ángel Bustamante Rosenberg, antiguo amigo de mi familia y cuyos hijos fueron compañeros de mis tíos en el Liceo San José de Los Teques y sus hijas de mi madre y mi tía en el Colegio María Auxiliadora de la misma ciudad; y Los Espejos, de donde tomó nombre nuestro fundo, un hermoso cerro de lajas que en invierno o período lluvioso brillaba o lucía como un espejo al reflejarse los rayos solares sobre las piedras húmedas tras las lluvias de la temporada.
Una vez, siendo todavía estudiante de bachillerato, en “Las Veguitas”, la casa de mi tío Raulito, recogí varios topónimos antiguos de San Antonio de Los Altos en una conversación entre mi padre, mis tíos Raulito y Moisés Biord Rodríguez, y los hermanos Eleazar y Tarsicio Hernández Rodríguez. Fue una hermosa experiencia. Luego entendí que podía describirse como una entrevista grupal. Todavía recuerdo cómo aquellos participantes, unidos por lazos de sangre y camaradería, propiciaban el recuerdo y precisaban la memoria. “Que si tal sitio se llamaba así”, “que si el otro se denominaba antes de una forma distinta a como era conocido”, “que si fulano le cambió el nombre, pero el verdadero era otro”, “que tal anciano o cual anciana, según recordaban, decía que ese lugar se llamaba de tal manera”. ¡Qué gozo aquella tarde y noche de finales de 1977!, creo recordar. Años más tarde mi padre y yo hicimos una recopilación de topónimos de San Antonio de Los Altos aún inédita.
En Sabana Nueva también tuve la oportunidad de deleitarme con la toponimia. Vivíamos el dilema de nombrar los sitios a partir de las nuevas experiencias que protagonizábamos o, como era mi deseo siempre, indagar y proseguir con los nombres antiguos: Sabana Nueva para el valle y no Las Nieves, que era el nombre del principal río o caño; Quitoní, nombre de otro caño; y Quita Calzón, que no sé si era un nombre antiguo o reciente de un caño que bajaba desde La Bustamantera y como todo arroyo pequeño de cabeceras situadas en zonas montañosas crecía con fuerza y a veces sus aguas eran represadas por el caudal más grande de Las Nieves. Por cierto, este nombre le venía de la abundante neblina que se formaba en aquella zona en épocas invernales. En el uso local «nieve» era sinónimo de «neblina». El nombre de Quita Calzón, por su parte, hacía referencia a la necesidad de quitarse la ropa y atravesar el caño a nado cuando el nivel de las aguas impedía saltar de piedra en piedra o simplemente arremangarse los pantalones y zapatos y cruzarlo a pie. Toribio Montilla, nativo del Cuchivero y quien había recogido sarrapia por todos aquellos lugares, me introdujo en la magia de esos topónimos y me explicó muchos de ellos, enriquecida su visión con los conocimientos quizá esenciales que tenía de la lengua panare o e’ñepá, del tronco caribe.
De niño también escuchaba decir que la hacienda de mis bisabuelos llamada “Guambra” (Güiripa, estado Aragua) había causado la sorpresa de un sacerdote que había sido misionero en el Perú. En una lengua indígena de allí, había comentado, “guambra” significaba muchacho. Después supe que se refería al quechua, el gran idioma de los Andes y la lengua amerindia con mayor número de hablantes. Un día a finales de enero de 1992 en un autobús, en el que de Quito (Ecuador) me dirigía a la frontera con Colombia, escuché a una señora preguntarle a otra que cómo estaban sus “guambritas”. Mi emoción aún no ha mermado desde entonces. Recuerdo también haber leído que Jorge Luis Borges, el excelso escritor argentino, se interesó por la forma latinizada del nombre de Londres “Londonburg” para referirse a la capital inglesa.
Una de mis primeras experiencias directas con el encanto de la toponimia ocurrió hacia 1977 en Laguneta de Montaña (municipio Guaicaipuro, estado Miranda), cerca de Los Teques, durante una excursión familiar. Oí hablar por primera vez del “Salto del Fraile” que, sin embargo, era una corrupción del nombre original: Salto de Freire. Recuerdo haber llegado ese día a la casa y consultar el Resumen de la historia de Venezuela de Rafael María Baralt y Ramón Díaz. Allí, teniendo como fuente el libro de José de Oviedo y Baños Historia de la conquista y población de la Provincia de Venezuela, se explica el origen del nombre y la corrupción posterior.
Dice Baralt al referir el suceso de tres hombres que lograron escaparse del enfrentamiento en el que murió Luis de Narváez, hacia 1562: “El otro, de nombre Juan Freire, huyendo de las macanas de los indios, se arrojó a caballo por un precipicio tan escarpado, que sería imposible creer hubiese quedado vivo, si la tradición y el nombre de Salto de Despeñadero de Freire que conserva el lugar, no comprobaran la verdad del suceso. Este hombre escapó, sin embargo, sano y salvo con su caballería según cuentan, y bajando luego por las vertientes del Tuy, atravesó los valles de Aragua y fué a dar cuenta el gobernador de la derrota y muerte de Narváez” (Baralt, Rafael María. Resumen de la historia de Venezuela desde el descubrimiento de su territorio por los castellanos en el siglo XV, hasta el año de 1797… 3 volúmenes. Caracas, s.p.i., 1975 [1841], tomo I, p. 233). Hoy en día, cada vez que vuelvo por allí, suelo preguntar dónde está el “Salto del Fraile” para deleitarme con la persistencia de la memoria y la historia oral.
Fray Cesáreo de Armellada, misionero durante largos años en la Gran Sabana y mi profesor en la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello, solía precisar cómo su conocimiento del idioma pemón, de la familia lingüística caribe, le había ayudado a entender la toponimia del centro y oriente de Venezuela, regiones con un fuerte sustrato caribe. Un ejemplo de los que solía poner era el referido a la palabra kuruumo, que en muchas lenguas caribes (como en pemón, kari’ña y cumanagoto y chaima, estos dos últimos dialectos del caribe septentrional) designa a los zamuros. De allí la recurrencia de sitios nombrados con esa palabra: Cumbres de Curumo, Curumotopo (Piedra del Zamuro). Igual sucede con la toponimia antigua de Caracas: Catuchequao: quebrada del Catuche, nombre de la guanábana en lenguas caribes. Por último otros topónimos que me llaman mucho la atención son aquellos que incluyen la palabra “viejo”: Madre Vieja, Pueblo Viejo, Carretera Vieja. Aluden a realidades anteriores, igual que al contrario lo hace el calificativo nuevo (Nueva Valencia, Nueva Casarapa, Pueblo Nuevo). Hermosos también me resultan Los Teques y Los Caracas y la designación de El Teque en Caracas y Los Mariches, que una vez vi en un documento de principios del siglo XX en el Archivo General de la Nación, a diferencia del uso actual sin el artículo determinado: Mariches, como Tarmas y Guarenas. Es importante recordar que los aborígenes de la región centro-norte de Venezuela, como subgrupo de los caribes septentrionales al igual que los cumanagotos, chaimas y guaiqueríes, comprendían al menos siete bloques regionales: meregotos, teques, tarmas, mariches, guarenas, tomuzas y quiriquires. Así, los nombres Los Teques, Los Caracas, Los Mariches aluden a los antiguos pobladores indígenas, igual que Tarmas y Guarenas. Quiriquire es una población del estado Monagas, pero en algunas lenguas caribes, como en kari’ña, wüküürü (sonido entre u e i) significa hombre, macho. En todo caso, y esto es muy importante de considerar, las etimologías son siempre muy difíciles de establecer y se debe evitar caer en las llamadas etimologías populares, que pueden llevar a interpretaciones erróneas.
El estudio de la toponimia, aunque lo mueva una emoción, debe hacerse con la razón sin execrar al corazón y, en no pocas oportunidades, a la intuición, que es un arma secreta de los investigadores, de difícil explicación y de cuidadosa divulgación por las aprehensiones de los ambientes académicos. En Venezuela, hemos tenido muchos estudiosos de la toponimia. Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos recordar a Arístides Rojas, Tulio Febres Cordero, Lisandro Alvarado, Miguel Acosta Saignes, Tulio Chiossone, Adolfo Salazar Quijada, Marco Aurelio Vila, Ángel Rosenblat, Sergio Foghin, Luis Alfonso Márquez Carrero y al escritor cumanagoto Manuel de Jesús Morales y tantos otros autores, entre ellos muchos cronistas locales e indígenas interesados en la preservación de la memoria histórica de sus pueblos y aldeas. Una interesante investigación en este sentido lo constituye el trabajo de grado de la antropóloga ye’kuana Zuleima Jiménez Velázquez presentado a la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela en 2015 y que tuve el placer y el honor de dirigir, titulado “Kudadañano/La Esmeralda, municipio Alto Orinoco, estado Amazonas: de aldea ye’kuana a conglomerado multiétnico. Una reconstrucción histórica”. Como parte de ese estudio tuvo que repasar los nombres de la sabana de La Esmeralda y los atribuidos a los salientes y flancos del gran tepui del Duida, donde en cada accidente vive algún espíritu ancestral de los ye’kuanas. Zuleima se sirvió de los conocimientos de los ancianos de La Esmeralda, muchos de ellos sus parientes, entre ellos su abuelo Manuel Velázquez. Por supuesto, fue invalorable el extenso conocimiento que tiene Zuleima de su lengua materna, el ye’kuana, también del tronco caribe.
La toponimia en sí misma es una disciplina autónoma y a la vez auxiliar de muchas otras, como de manera recíproca lo son todas las ciencias sociales ampliamente entendidas y sin demérito alguno por tal razón para ninguna de ellas. Si se prefiere, se puede ver como un haz de disciplinas interconectadas que se presuponen unas a otras: la lingüística, la filología, la historia, la antropología, la geografía, el folclor, la sociología, la psicología, los estudios literarios, el análisis del discurso… Todas se auxilian y necesitan mutuamente. Los resultados de unas enriquecen y complementan los de las otras. Un interesante ejemplo de ello son los trabajos del gran filólogo español Ramón Menéndez Pidal, entre otros su famosísima obra Toponimia prerrománica hispánica y sus estudios sobre los topónimos en la literatura antigua.
Los topónimos guardan el alma de los lugares. Estudiarlos, esto es reconstruirlos y entenderlos, y conservarlos será siempre una tarea de gran utilidad académica y social. Constituyen parte del patrimonio inmaterial y de la riqueza de una sociedad. Los nombres de los sitios conducen a los recintos de su magia y su esencia.
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