OPINIÓN

El síndrome de Alfeo

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

El mito narrado por Hesíodo en la Teogonía nos cuenta que el oceánida Alfeo (hijo de Océano y Tetis) se enamoró de la ninfa Aretusa, perteneciente al séquito sagrado de Artemisa; esta, para proteger la virginidad de su súbdita, convirtió a aquella en río y la hizo cruzar subterráneamente el mar Jónico desde el Peloponeso hasta la isla Ortigia, en Siracusa; allí se convirtió en una fuente que aún hoy mana agua dulce. Alfeo, por su parte, hizo lo propio: siendo un dios fluvial, cruzó bajo el lecho marino hasta alcanzar la costa de Ortigia y mezclar sus aguas con las de Aretusa.

Alfeo renuncia a la esencial condición de ser un río —esto es, fluir superficial y naturalmente al aire libre y bajo la luz del sol— para encontrar a su amada, símbolo de la belleza; a cambio, debe transitar las gélidas profundidades jónicas, una suerte de catábasis resuelta en anábasis cuando asciende a la superficie y se une a Aretusa. En este mito, a mi modo de ver, están configuradas algunas prerrogativas del escritor órfico: la metamorfosis y el viaje (catábasis/anábasis) en pos de la belleza.

La historia de la literatura debe mucho al síndrome de Alfeo —como he dado en llamar a cierta condición de soterramiento del escritor—, pues muchas páginas han sido hijas del aislamiento creativo. Emily Dickinson quizás sea un ejemplo extremo y atípico, pues pasó su vida recluida en la propiedad familiar, y durante sus últimos años ni siquiera abandonaba su habitación; escribió frenéticamente, pero se cuidó de que sus casi 1.800 poemas no fueran dados a la estampa; menos de una decena de ellos llegó a las imprentas locales, mutilados por las convenciones editoriales de la época y bajo seudónimo.

Un caso curioso de otro escritor estadounidense es el de Jerome Salinger, el autor de El guardián entre el centeno, novela que acaparó durante décadas la atención de críticos y periodistas tanto por su significado en el panorama de las letras estadounidenses como por el hecho de que se constituyó en el libro de cabecera de tres criminales famosos: Mark Chapman (asesino de John Lennon en 1980), John Hinckley (quien en 1981 intentó asesinar a Ronald Reagan) y Robert Bardó (el asesino de a actriz Rebecca Schaeffer en 1989). Lo cierto es que después de haberse recluido en un pequeño poblado de New Hampshire, Salinger siguió escribiendo frenéticamente, pero sin publicar.

La novelista norteamericana Shirley Jackson, autora de una prolífica narrativa de terror que desde hace un tiempo ha concitado el interés de la crítica, pasó su vida un poco al estilo de la poeta Dickinson, encerrada habitualmente en su casa de Vermont un poco por el contexto rural que la rodeaba, otro tanto por sufrir una vida matrimonial plagada de infidelidades que la condujeron al abuso del alcohol y las anfetaminas y, muy especialmente, como consecuencia de su neurosis y desórdenes psicológicos; pese a ello, los Hyman eran un matrimonio reconocido como excelentes anfitriones por los lugareños y autores de la talla de Salinger.

Para terminar el cuarteto de autores estadounidenses con fobia social, queda por citar al muy emblemático Thomas Pynchon, un autor neoyorquino que tras publicar su aclamada novela El arco iris de gravedad (1973), rechazó varios premios y se aisló en modo tan definitivo que se ha convertido en uno de los autores modernos más enigmáticos. Pese a su aislamiento, el sello Penguin ha publicado cinco novelas de Pynchon, todas con una excelente crítica que ha alimentado, con frecuencia, las quinielas del premio Nobel de Literatura.

Pasando al continente europeo tenemos a Rainer Maria Rilke, quien entre 1911 y 1912 se recluyó solitariamente en el castillo de Duino, propiedad de su mecenas la princesa Marie von Thurn und Taxis, donde escribió las dos primeras elegías de su libro Elegías de Duino (1923), así como fragmentos de algunas de las ocho restantes. Tras publicar Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), Rilke cursó un cuadro depresivo y una crisis creativa que lo condujo finalmente al aislamiento en Duino; este es el punto de inflexión entre su obra de juventud y una producción poética más madura y lograda que tendría su máxima expresión en las Elegías y en los Sonetos a Orfeo (1923).

Por su parte, a Marcel Proust se lo recuerda como tímido y simpático, asiduo de salones y cocteles y pródigo en amistades, con una obra bastante escasa e insignificante a sus treinta y tantos años; sin embargo, tras el fallecimiento de su madre en 1905 se enclaustró durante los tres lustros siguientes, obsesionado por el café y la escritura de su monumental obra En busca del tiempo perdido, que lo colocó en la cima de la literatura europea.

Otros dos autores europeos de hábitos nocturnos, infatigable disciplina y tajantes a la hora de poner a distancia eventos sociales y tertulias fueron Honoré de Balzac y Gustave Flaubert. Para escribir su descomunal Comedia humana, Balzac se encerraba en su estudio desde antes de la media noche hasta por lo menos el mediodía del día siguiente, llegando a cerrar las cortinas y cambiar la hora de los relojes para hacerse creer que seguía escribiendo de noche. Por su parte, Flaubert se enclaustró seis años a cal y canto para escribir su novela Madame Bovary, acantonado en su estudio desde el ocaso hasta muy avanzada la madrugada.

Del novelista polaco Joseph Conrad sabemos que podía pasar días enteros encerrado en el baño de su casa mientras escribía, sin ver a nadie, aunque sus largos encierros ocurrieron más en su estudio, donde escribió El corazón de las tinieblas.

Ya en tierras americanas, encontramos a Horacio Quiroga, el autor uruguayo que, después de una animada vida social y literaria en Montevideo —donde fundó el Consistorio del Gay Saber junto a otros afamados escritores—, comenzó a coquetear con el aislamiento en la selva de Misiones, al noreste de Argentina, tras el accidente en el que segó la vida de su amigo Federico Ferrando, hasta que en 1932 se instaló allí definitivamente.

El escritor peruano José María Arguedas llevó una vida socialmente normal hasta que a los 33 años comenzaron los cuadros depresivos y las crisis de aislamiento entre las que lograba escribir algo; de esta época es su obra más lograda, Todas las sangres. El aislamiento de Arguedas es uno de los más curiosos de la literatura: en lugar de recluirse en alguna especie de santuario personal, viajó frenéticamente por Europa y América.

El poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre, para cerrar esta tríada de autores hispanoamericanos, llevó también una existencia que alternaba entre la obligada vida social de la Cancillería y la devota soledad de su biblioteca, a la que fue acostumbrado por el tío clérigo que hizo de mentor en su infancia. Acosado por el insomnio en su adultez, se aisló cada vez más favoreciendo la producción de una excepcional obra poética que se adelantó a su tiempo —razón por la cual fue un incomprendido en sus días— y que, incluso hoy, sigue concitando las más apasionadas críticas.

Hay, por último, una constelación de autores que se apartaron a algún paraje natural para escribir durante un tiempo de sus vidas, como Henry Thoreau (quien vivió entre 1845 y 1847 en una cabaña en Walden Pond), Martin Heidegger (escribió casi la totalidad de su obra aislándose en una pequeña casa de madera en Todtnauberg, en las montañas friburguesas de la Selva Negra), Ludwig Wittgenstein (quien se hizo una cabaña a orillas del lago Eidsvatnet, en Noruega) o el Nobel irlandés George Bernard Shaw, quien solía escribir, entre 1906 y 1950, en una caseta giratoria (para orientarse al sol) que se mandó a hacer en los jardines de su residencia en Shaw’s Corner, y a la que llamó Londres para despistar a los visitantes, que eran informados de que el escritor «se encontraba en Londres».

Los autores citados, y tantos otros más, sufrieron en cierto modo y por algún motivo, a veces desconocido, una metamorfosis que los condujo al soterramiento, como Alfeo, y en dicho aislamiento —cada uno a su manera— efectuaron su propia catábasis, un descenso al inframundo de las propias miserias y sombras para emerger de allí en una anábasis fruto de la búsqueda —no pocas veces neurótica e irracional— de la belleza concretada en la obra literaria. No todos sintieron que habían llegado a Ortigia y que habían unido las aguas de su fluir creativo con las del objeto ansiado, la belleza; pero todos, eso sí, lo hicieron, y su síndrome de Alfeo dejó para la historia de la literatura, quizás, las páginas más memorables.