OPINIÓN

El silencio de los discretos

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

Desde niño he sentido especial fascinación por lo diminuto, por aquello que nadie ve o estima importante. Así pues, en el colegio solía entretenerme en la hora del receso mirando a las nubes y tratando de descifrar el patrón que pudiera dar orden a su aparente anarquía. Otras veces fisgoneaba a las hormigas buscando quizás entenderlas o me quedaba observando a la muchachada jugar, procurando encontrar el parecido entre aquellas y esta. Sí, era tímido y, por consiguiente, me sobraba tiempo a solas para estas distracciones.

Los años transcurrieron y crecí, pero sigo siendo aquel mismo niño tímido que se queda perplejo ante lo diminuto. Hay en lo minúsculo una grandeza que casi nadie aprecia, un heroísmo tan silencioso que me parece hasta hermoso. Ojalá nuestros héroes fueran así y no los fanfarrones que se asoman a la tele para decirnos que son buenos porque apagaron un incendio con los recursos que la ciudadanía les entrega a tal fin.

Nuestro tiempo es especialmente proclive a la grandeza. Con frecuencia vemos en los medios y redes sociales trivialidades elevadas a la categoría de cosa seria e importante, con lo cual se ha terminando por banalizar lo realmente esencial y, si no nos hemos percatado de ello, lo grande se constituye de pequeñas esencialidades. En el inmenso amor de la abuela que se entrega al cuidado de los nietos hay un sinnúmero de pequeños actos de cariño, cada uno único e irremplazable, que tejen una malla poderosa de afecto. La mía, cuando me cuidaba, me definió como escritor, ni más ni menos.

Hay pequeñeces que forjan en nosotros un carácter. Yo tenía 12 cuando supe que mi padre moriría dos años más tarde y, durante ese bienio, casi cada noche la pasé afuera de su habitación, a escondidas, vigilando que no muriera. A la mañana iba al colegio trasnochado y exhausto, pero en aquellas frías madrugadas se forjó en mí, poco a poco, una determinación que reconozco, por ejemplo, al no rendirme ante las adversidades. Al cabo la muerte llegó y no pude hacer nada para evitar que se llevara a mi papá. No pudo, sin embargo, arrebatarme un valioso hallazgo que en aquellos silencios nocturnos de aquella temprana adolescencia hice: no hay amor sin cotidiana perseverancia.

Son las cosas diminutas, paradójicamente, las que mejor nos definen. Al no estar maridadas con la vanidad, son libres de ser en su autenticidad y se nos revelan sin impostaciones. Cuando uno se acostumbra a vivir en la grandeza de las pequeñeces, vive esta libertad del ser sin fingimientos. Nada quizás haya tan hermoso como el brillo y la majestad de las personas sencillas… porque hay una imperial dignidad en toda humildad: la de ser dueño de la más soberana posesión, la de la propia mismidad.

Al no tener el horizonte interior eclipsado por grandes parapetos, queda la vista libre para atisbar lo pequeño. Se requiere de un apresto espiritual particular para reconocer el valor de una mota de polvo, de un ave que permanece silenciosa en la enramada o del viento que apenas agita las hojas. En el himno de las cosas pequeñas es posible oír la gloria de la vida abriéndose paso. Uno de estos epinicios es el zumbido de las abejas. Si de pronto callara, con él cesaría la posibilidad de la vida, pues son ellas principalmente quienes polinizan y hacen que el fruto y la vida sean.

Del mismo modo acontece con los grandes sentimientos. Mucha gente aguarda por el gran amor de sus vidas, pero ¿cuántos minúsculos prodigios reúnen para hacerlo posible? Conocí una pareja de ancianos que celebraban sus bodas de oro matrimoniales, y en la celebración ella dijo que cada día, sin falta, él le preparaba el primer café de la mañana, incluso estando enfermo. El amor se hace fuerte en la constancia heroica de los pequeños detalles, no en los desmedidos golpes de chequera.

Cuando miro a mi alrededor lo hago en la permanente búsqueda de las pequeñas cosas en las que habita el sentido vital. Es paradójico, pero la razón de ser de algo monumental como la vida depende del tímido aliento de lo diminuto. Quien haya sido sostenido por la silenciosa escucha cotidiana de alguien sabrá de lo que hablo. Ese minúsculo acto puede crear vínculos poderosos y, no obstante, es tan difícil hallarlo.

Ahora bien, todo esto de lo que hemos hablado no sería posible sin la inmensa pequeñez que es el tiempo. Cada cosa diminuta ocupa su mínimo tiempo, una y otra vez, hasta que en la silenciosa cadena de los eslabones temporales consigue alcanzar la estatura titánica de aquello que, por esencial, se hace imprescindible.

Personalmente me gusta la gente discreta que no hace alarde de sus marcas personales. Esa que convierte lo pequeño en hábito y los actos en palabras, que se percata de lo que echas en falta y lo transforma, sin alboroto, en presencia luminosa. Son ellos los que sacian el hambre callada del alma y la sed muda del amor. En definitiva, es el silencio de los discretos la más hermosa, prudente y fecunda de las pequeñeces.

@Jeronimo_Alayon