Sin libertad no hay tiempo
Cinzia Ricciuti
El filósofo español Manuel Mindán esbozó tempranamente la noción de horizonte interior en la década de 1940. Intentaremos darle aquí más cuerpo. Comenzaremos por decir que para que dicho horizonte sea posible, deben concurrir la verdad y la libertad y que, con el fin de que ambas sean alcanzadas, son necesarios, respectivamente, el entendimiento y la voluntad. Ahora bien, los modos de conocer y querer suponen una mutua implicación. El primero interioriza el cosmos en tanto que el segundo exterioriza el logos, y ambos comportan una sospecha: la presencia del ser propio.
Descubrimos y actuamos porque nos sabemos seres provistos de una naturaleza distinta, dotada de entendimiento y voluntad, capaces de sentirnos llamados por las cosas y de responder a dicha llamada de un modo único e irrepetible. En algún sentido, esta implicación entre el conocer y el querer es la síntesis de los impulsos del espíritu y las fuerzas del mundo material.
Esta capacidad hace del hombre el único ente apto para contemplar el mundo, esto es, para colocarse frente a las cosas y desatar sus límites, permitiéndoles a estas ser descubiertas de una manera inédita, y facultándose a sí mismo para moverse ante aquellas en otra perspectiva ontológica. Al no cerrarse en sí, el hombre se abre al cosmos y explaya sus modos de conocer y querer porque la sospecha del ser lo vuelve trascendente. Al abrirse, puede entonces inquirir la verdad en tanto que manifestación del ser. Dicha apertura, además, construye la libertad, puesto que la amplitud del horizonte ontológico es la promesa del poder hacer.
Ahora bien, ya habíamos discurrido en otro ensayo (¿Todo tiempo es irredimible?) sobre la relación del pasado, presente y futuro con la eternidad, y hemos dicho que «el presente del mundo pertenece al tiempo, pero el presente interior pertenece a la eternidad, y es en este segundo presente donde podemos recuperar pasado y futuro». El asunto se complica porque necesitamos ambos presentes para construir el horizonte interior. Si entendemos este como la mirada trascendente del ser, facultando la posibilidad de convertir el momento (presente del mundo) en eternidad (presente interior) al dotar al bien de valor imperecedero, nos percataremos de que la libertad y el tiempo se implican.
El horizonte interior es, por tanto, la mirada trascendente de la persona humana, que al explayar su perspectiva ontológica hace posible la construcción de un bien común. En consecuencia, la supresión de la libertad supone un grave menoscabo de esta mirada trascendente, dificultando que lo perfectible tenga su propio devenir en virtud del fin elegido. Así quedamos condenados a ser Sísifo, al tiempo cíclico de lo que se agota en sí mismo, a la inmanencia de la ceguera ontológica. La tragedia de Sísifo es que no tiene libertad y, por consiguiente, ha sido exiliado del tiempo, sentenciado a la circularidad del absurdo. Sísifo no puede ver el presente del mundo en la perspectiva del presente íntimo porque ya no es persona.
La libertad y el tiempo constituyen categorías concomitantes en el horizonte interior. La mirada trascendente supone un devenir, un intuir que el ser es siendo, una posibilidad, siquiera remota, de construir el bien como valor imperecedero desde la verdad y la libertad —en mi opinión, no hay modo de edificar el bien común sin ambas—. Quizás por ello se tenga en los regímenes totalitarios la impresión de que el tiempo se ha detenido.
El tempus dictatorius (tiempo dictatorial) es un presente circular, en el que no hay enlace entre pasado y futuro (para los regímenes autocráticos, el ayer es un rival a eliminar, y el mañana la certeza de su finiquito), por consiguiente, no hay presente del mundo ni presente íntimo, y el horizonte interior es una entelequia en tanto que la persona se deje reducir a la categoría de individuo.
Quienes en estas circunstancias mantienen la soberanía de su perspectiva ontológica logran preservar la esbeltez de su horizonte interior. Son los que consiguen afinar la mirada trascendente más allá de la absurda circularidad y aciertan a intuir un modus essendi más digno desde el cual aspirar a una realización superior del bien común. Son aquellos de quienes Martí decía: «Cuando hay muchos hombres sin decoro hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana».
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