Concluimos con este la serie de cuatro artículos sobre el mito de Orfeo y Eurídice, y la consideración de aquel como el nuevo tipo de héroe que la Hélade necesitaba, conforme a la nueva organización sociopolítica de la naciente Grecia clásica. En los dos artículos siguientes estaremos discurriendo sobre dicho mito y la religión órfica, que dominó todo el período clásico griego.
Quiebra del statu quo del Hades
Orfeo no solo consiguió entrar al Hades vivo, adonde solo se entraba muerto, sino que logró regresar del inframundo vivo. Como si ello fuera poco, alteró el ordo naturalis del Reino de los Muertos y estuvo a punto de resucitar a su esposa. En tal sentido, Orfeo es un héroe subversivo, cuya sedición es tolerada por los dioses, puesto que está fundada en un amor limpio. Por mucho menos Ixíon fue condenado al suplicio de la rueda ardiente.
Si contextualizamos históricamente el mito de Orfeo y Eurídice (ya hemos dicho que se origina aproximadamente hacia el siglo VI a. C.), surge en algún momento del tránsito entre la Grecia arcaica y la clásica. Para entonces, la expansión demográfica en pequeñas polis supuso un sinnúmero de tensiones sociales vinculadas a la pérdida de hegemonía de los centros de poder sobre sus colonias. Para evitar la atomización de las periferias, las ciudades, en su mayoría, abrazaron la tiranía como forma de gobierno, lo cual no siempre fue recibido de buen grado por los gobernados.
En este marco histórico, no es casual que surja Orfeo como héroe que subvierte el orden cosmológico del Hades, y emerja el orfismo como religión que irrumpirá contra la religión oficial (la hesiódica). Orfeo no depone por la fuerza a Hades y Perséfone, pero los controla con el poder persuasivo de su lira. Tampoco es casual que Clístenes de Atenas invoque la persuasión a finales del s. VI, cuando proponga la isonomía (‘igualdad’) de los ciudadanos atenienses y convenza al pueblo de derrocar al arconte Iságoras (impuesto por Esparta), fundando la primera democracia de la que se tenga noticia (508 a. C.). La elocuencia será, sin duda, la virtud intelectual más apreciada por la areté democrática de Atenas.
Bien visto, aun cuando Orfeo no consiguiera resucitar a Eurídice, logró lo que ningún otro mortal pudo. Su descenso al Hades dista muchísimo de parecerse a la nekyia de Odiseo. En la catábasis de Orfeo no solo hay una transgresión de las leyes del inframundo, sino que otorga a este un modo de funcionar ajeno a su ordenamiento. Podría decirse, sin exagerar, que durante el paso de Orfeo por el Reino de los Muertos, este adquiere la impronta órfica por virtud de la elocuencia musical.
La catábasis (κατὰβαίνω, ‘descenso’) de Orfeo al Hades es única en la mitología griega por todo lo que hemos dicho hasta aquí, pero, además, de entre sus varios rasgos distintivos hay uno que llama poderosamente mi atención: es la única en la que el héroe desciende solo y asciende acompañado. Esto añade al mito órfico un carácter salvífico, redentor, que lo aproxima —salvando la distancia histórica y teológica— al descenso de Jesús a los infiernos.
Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la catábasis de Jesús a la morada de los muertos tuvo como fin liberar a los justos que habitaban en el seno de Abraham (Lc 16, 22-26) para que ascendieran con él al cielo. Fue, entonces, «la última fase de la misión mesiánica de Jesús», de modo que «todos los que se salvan se hacen partícipes de la Redención» (Catecismo, § 634).
Este no es, ni remotamente, el sentido del mito órfico. En este hay solo una anábasis (ἀνάβασις, ‘ascenso’) parcial y material de Eurídice —un retorno truncado al mundo de los vivos—, en tanto que en el descenso de Cristo a los infiernos hay una anábasis completa y espiritual de los justos. Podemos decir, sin embargo, que en el mito órfico hay una concepción salvífica en tanto que Orfeo desea librar a su esposa del terrible Reino de los Muertos. Recuérdese, por ejemplo, que cuando Odiseo encuentra a Aquiles a las puertas del Hades (canto XI de la Odisea), este le confiesa que era preferible estar vivo como esclavo que ser el rey del Hades.
Al final de nuestro segundo artículo, decíamos: «Orfeo, que no consigue reunirse con su amada en el mundo de los vivos, finalmente lo hace en el inframundo, honrando sus propias palabras ante Hades y Perséfone: “Y si los hados niegan la venia por mi esposa, decidido he / que no querré volver tampoco yo. De la muerte de los dos gozaos”». También decíamos un poco antes, en ese mismo artículo, que el héroe órfico «es un héroe trágico que debe completar su misión en otro orden distinto de aquel donde inicio el viaje órfico».
Por consiguiente, la concepción de héroe órfico es distinta a la de héroe épico, y esto es de capital importancia para entender, como veremos en el próximo artículo, la trascendencia social del culto órfico en la Hélade. La areté épica respondía a un orden material vinculado a la excelencia física, principalmente corporal, en tanto que la areté órfica estaba casada con la excelencia intelectual. Para decirlo con otras palabras, el héroe órfico lo es porque gana sus batallas en el campo espiritual (donde quizás se constituya a sí mismo en víctima sacrificial).
Visto así, Orfeo no se une a Eurídice en la anábasis de su primer descenso al Hades, sino en su segunda y definitiva catábasis. Él, que sabe —porque conoce su potestad órfica— el efecto que tendrá su lira sobre las mujeres de los cícones, no deja de tocarla atrayendo sobre sí el infortunio. Cumple así su promesa ante Hades y Perséfone. En términos épicos, Orfeo sería un héroe incompleto, pero en términos órficos es un héroe a carta cabal. Esta fue la novedad que el orfismo propuso como alternativa a la ética religiosa de Hesíodo, novedad que contagió a toda la Grecia clásica (siglos V al IV a. C.) y helenística (siglos IV al II a. C.), novedad que encarnó el nuevo tipo de héroe que la polis griega necesitaba.
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