Ya por segunda vez me arrastran al abismo los crueles hados; ya el sueño de la muerte cubre mis llorosos ojos. ¡Adiós, adiós!, las profundas tinieblas que me rodean me arrastran consigo, mientras que, ya no tuya, ¡ay!, tiendo en vano hacia ti las débiles palmas.
Virgilio (Geórgicas, libro IV)
Y si los hados niegan la venia por mi esposa, decidido he que no querré volver tampoco yo. De la muerte de los dos gozaos.
Ovidio (Las metamorfosis, libro X)
De los mitos griegos, el de Orfeo y Eurídice es el que más me apasiona. No solo porque es una imponente historia de amor, sino porque sintetiza magistralmente los procesos de luz y oscuridad en los que se sume la lucha humana y espiritual del héroe órfico.
Cuenta Ovidio en Las metamorfosis que a los días de casarse con Orfeo, Eurídice fue mordida en un talón por un áspid y murió. Desolado, Orfeo decidió descender al inframundo para rescatar a su amada. Ya en presencia de Hades y su esposa Perséfone (los dioses infernales), recitó versos al son de su mágica lira y los persuadió de que le permitieran resucitar a Eurídice. Había, sin embargo, una condición: él debería marchar delante de su amada, y no podría voltear a mirarla hasta que ambos hubieran dejado por completo el Reino de las Sombras. Orfeo inició el ascenso y cumplió lo exigido, pero cuando ya estaban por abandonar el Hades, y preso de una locura momentánea, él se giró y la miró, justo antes de que se esfumase para siempre.
Por donde se la mire, es una historia trágica. Quiero, sin embargo, justificar mi postura sobre Orfeo como un héroe, a pesar de su aparente fracaso.
También nos cuenta Virgilio en sus Geórgicas que Orfeo se retiró como un asceta (acompañado solo de su lira) a cantar lastimeramente por la esposa perdida dos veces, hasta que las bacantes, indignadas por el desprecio que les hiciera Orfeo tras ellas cortejarlo, y llenas de envidia por el continuo homenaje de que era objeto Eurídice, le cortaron la cabeza y la echaron al río.
La historia de Orfeo y Eurídice es la narrativa de los héroes que luchan por amor, y está poblada de múltiples significados. Su lira no era común. Se la había obsequiado su padre Apolo —quien a su vez la recibió de Hermes—. Orfeo le había añadido dos cuerdas hasta completar las nueve, en honor a las nueve musas, de las cuales una era su madre: Calíope, musa de la elocuencia.
La lira mágica de Orfeo es en sí misma un complejo entramado de símbolos: fue la primera lira del mundo griego, construida por Hermes (el mensajero del Olimpo) y gracias a la cual Apolo gana para sí el título de Maestro de la Lira. Todo este poder divino recae por la vía paterna en las manos de Orfeo cuando recibe el instrumento. Él, no obstante, lo modifica para sumarle la herencia materna, con lo cual alcanza una potestad que ningún otro dios griego había logrado tener (ni siquiera su padre): la persuasión musical.
Con su lira dormirá al can Cerbero, persuadirá a Hades y Perséfone y cruzará el Reino de los Muertos. Ovidio nos insinuará, entre líneas de un hermoso pasaje, que por única vez Hades abandonó su taciturnidad escuchando el canto de Orfeo y su lira en aquellas profundidades:
«Al que tal decía y sus nervios al son de sus palabras movía,
exangües le lloraban las ánimas; y Tántalo no siguió buscando
la onda rehuida, y atónita quedó la rueda de Ixíon,
ni desgarraron el hígado las aves, y de sus arcas libraron
las Bélides, y en tu roca, Sísifo, tú te sentaste.
Entonces por primera vez con sus lágrimas, vencidas por esa canción, fama es
que se humedecieron las mejillas de las Euménides, y tampoco la regia esposa
puede sostener, ni el que gobierna las profundidades decir que no a esos ruegos».
Detengámonos un momento en este pasaje del libro X de Las metamorfosis para esclarecer, a los que no están familiarizados con la mitología griega, el extraordinario significado del mismo. Tántalo, hijo de Zeus y un mal portado, fue castigado por sus crímenes, después de muerto, en el Tártaro (una de las zonas del Hades). Su pena consistió en estar sumergido en el agua hasta el cuello y bajo un árbol cargado de frutas: cada vez que, por sed o por hambre, intentaba beber o comer, el agua y las frutas se alejaban de él.
Ixíon, rey de Tesalia, era otro sedicioso. Invitado por Zeus a su mesa, intentó seducir a Hera, la esposa de Zeus, de lo cual se ufanaba luego, así que aquel lo mató con un rayo y lo condenó al Tártaro, atado por medio de serpientes a una rueda incandescente que no cesaba de girar. La alusión a las aves es a propósito del lujurioso gigante Ticio, fruto del adulterio de Zeus con una mortal de nombre Elara. El crimen de Ticio fue que intentó violar a Leto, la madre de Apolo. Al saberlo, Zeus lo fulminó y lo condenó al Tártaro, donde los buitres comerían eternamente su hígado.
Las Bélides o Danaides eran las cincuenta hijas de Belo con el rey Dánao. Habiéndose casado aquellas con sus primos (los cincuenta hijos de Egipto, hermano de Dánao), el rey les pidió que mataran a sus esposos en el lecho nupcial. Solo Hipermnestra desobedeció, con lo cual sus cuarenta y nueve hermanas conyugicidas fueron condenadas al Tártaro, a llenar con agua —y por medio de un cedazo— un tonel sin fondo.
Por su parte, Sísifo, rey de Éfira, era descendiente lejano de Prometeo (aquel que robó el fuego a los dioses). Habiendo revelado que Zeus era el autor del rapto de Egina, aquel lo condenó al Tártaro, donde debía subir una roca a la cima de una montaña, solo que poco antes de alcanzarla, la roca se devolvía a la falda de la montaña y Sísifo debía reiniciar la tarea. Finalmente, las Euménides o Erinias (llamadas por los romanos Furias) habitaban naturalmente en el Tártaro, y eran la personificación femenina de la venganza, generalmente dirigidas a sancionar a quienes cometían algún crimen. Tenían dos tareas: castigar a los vivos y atormentar a los muertos.
Los personajes mencionados en el pasaje de Ovidio (Tántalo, Ixíon, Ticio, las Belides y Sísifo) cometieron las faltas más graves a que podía haber lugar en aquella remota Antigüedad: ofendieron a un huésped, hicieron daño a un inocente y desafiaron a los dioses. En mayor o menor grado hubo en ellos una conducta prometeica, y sus castigos eran, por consiguiente, ejemplarizantes e incuestionables. Orfeo, con su lira, se enfrentó a los peligros del Hades, alteró momentáneamente su orden natural y desafió la autoridad de Zeus, Hades y Perséfone, sin que ello le causara algún tipo de retaliación.
La magnitud espiritual del héroe órfico, cuyo motor es el amor —en el caso de Orfeo, por Eurídice—, dibuja siempre un viaje de ida que conocemos en literatura con el nombre de catábasis: un descenso al inframundo de los propios monstruos, horrores y miedos. A la catábasis le corresponde la anábasis, el viaje de regreso, la resurrección, el ascenso a la luz, que Orfeo hizo cuando traía a Eurídice de vuelta al mundo de los vivos, pero de estas y otras cosas seguiremos conversando en el próximo artículo.