Los contrasentidos de la civilización durarán lo que dure la inconsciencia de las multitudes.
Ricardo Mella
«¡El horror! ¡El horror!», exclama Kurtz antes de morir en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Será un eterno enigma saber qué vio en aquel momento. Siempre me ha parecido hallar cierto parentesco entre esta escena de la obra de Conrad y El grito, de Edvard Munch, además, claro, de su contemporaneidad. En fin, somos otra cosa, sin nombre, después de haber sido mirados de cerca por el horror. No sabemos dar cuenta de nada, mucho menos del futuro. Tras la barbarie, las certezas se diluyen… y con ellas, nosotros.
Es difícil no dejarse colonizar por el horror. Quizá por ello nunca fue tan acertada la muy citada frase de Nietzsche en Más allá del bien y del mal: «Quien lucha contra monstruos cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti». Si la crueldad nos circunda con su exuberancia, es casi imposible no devenir en bestia. En la obra de Conrad, el señor Kurtz es un hombre de buenos modales a quien la barbarie de la jungla ha bestializado. Así mismo, Munch sentirá que su circunstancia lo impele a la locura, al punto de que un día, paseando con unos amigos, se detiene súbitamente para escuchar el grito infinito de la naturaleza, ¿grito que a menudo nosotros oímos?
¿Qué es el horror? Siempre hemos escuchado a filósofos y teólogos afirmar que el mal no existe ontológicamente, puesto que es la ausencia del bien, y esta se halla vinculada al ser. Pero la barbarie es la expresión concreta de la vileza, como un beso lo es del amor. Si la maldad es un déficit de bondad, la bestialidad es la consecuencia de dicha carencia y sus efectos son palpables. Cuando vivimos el horror de cerca, nos resulta fácil entender que aquel es una falencia de inteligencia, razón, benevolencia y hasta de belleza. El villano es, por antonomasia, un eunuco moral.
Tomás de Aquino tenía una visión ontológica del mal que personalmente me gusta. Para el Doctor Angélico, aquel era la privación de un bien específico y, por tanto, remite al mal moral. Cuando un hombre le quita la vida a otro, no solo lo ha privado de «un bien específico», sino de la posibilidad de todos los bienes que entrañaba este. Aún más: ha desheredado a otros de las bondades que se habrían derivado de la existencia que se le ha expropiado a su dueño. Lo grave es que el mal moral depende del libre albedrío, de modo que se podría echar mano de la objeción de conciencia, de la rectificación. Siempre se podrá dejar de mirar al abismo.
Estoy convencido de que el mal no es consubstancial al ser humano, sino accidental. Por naturaleza tendemos al bien, y en esto me separo de Kant, Hobbes y otros tantos. Quizás sea ingenuo y algo rousseauniano, pero a lo largo de mi vida he tenido suficientes muestras de que el hombre naturalmente tiende a elevarse cuando las condiciones le son favorables. De allí que insista tanto en mi tesis de educar la memoria en la belleza como antídoto contra el mal y su caligrafía, el horror.
Ahora bien, el horror no sabe de límites, no se autorregula, por consiguiente, el lindero de la infamia es el otro. El perverso se moderará casi exclusivamente por miedo, conveniencia o hasta que pueda expandir nuevamente su bellaquería. Los confines de la barbarie no están en el infame, sino en el incorruptible. Solo el hombre probo puede poner coto al vil, y la medida de su omisión será, precisamente, la del horror. Si no nos gusta el exceso de vileza que como una jungla nos rodea, quizá sea tiempo de preguntarnos no tanto por lo que hacemos cuanto por lo que dejamos de hacer. En las sociedades donde abunda la crueldad, a menudo también cunden la indiferencia, el temor y el escepticismo, modos en que la bestialidad nos coloniza.
La indiferencia es una cómoda máscara que nos calzamos a fin de no advertir lo que, de otro modo, miraría dentro de nosotros con tal tenebrosidad que se nos helarían las entrañas. El temor es un traje a medida que aprendemos a vestir para pasar desapercibidos ante la mirada de la hiena, y el escepticismo es la seudointeligencia con la que pretendemos vendernos el embeleco de que hemos entendido lo que nadie más: que dudando de todo no seremos sorprendidos en nuestra ingenuidad. Quizás… quizás… No estoy muy seguro de ello.
Lo cierto es que —en apenas un segundo— un paisaje de ensueño es roto en mil pedazos por la barbarie. Los que ayer éramos los habitantes de una bucólica de Virgilio hoy somos los fantasmas de un óleo de Magnasco. Un día nos percataremos de que el temor, la indiferencia y el escepticismo no nos bastarán para salvarnos. Entonces pondremos voz, nuestra voz, al cuadro de Munch, y sabremos que Kurtz, antes de morir, nos vio, a cada uno de nosotros…
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