Que en los últimos tiempos Harvard sea noticia por sus demostraciones en favor de Hamás no es una casualidad sino una metáfora. Como en España y en todo el mundo, el pensamiento único ha ido tomando las instituciones que más inviolables creíamos y hasta los órganos de gobierno de Harvard han sucumbido a la propaganda. El activismo ha prevalecido sobre lo académico. La devastación que ello supone para la vida y el progreso es la misma, aunque por suerte no tan sanguinaria, que supuso el comunismo en las sociedades que padecieron su horror.
El presidente Trump tiene razón en que si Harvard, bajo su tramposo postureo de la neutralidad, contrata al profesorado priorizando la raza, la religión, el género o el origen, en lugar del talento; admite a estudiantes extranjeros claramente hostiles a los valores americanos; pone en ondulación las llamadas políticas DEI (diversidad, equidad, inclusión) y no sólo no evita ni castiga las demostraciones antisemitas sino que las acoge y las justifica, debería dejar de ser una institución libre de impuestos y pasar a ser gravada como una entidad política. No es lo deseable, pero ante lo que está ocurriendo, y por el propio bien de lo que Harvard es y representa, y de su imprescindible aporte al conocimiento, es el deber y no el capricho del presidente supeditar las subvenciones y demás privilegios al fin de la corrupción de lo que más puro tendría que permanecer. Es verdad que no sólo pasa en Estados Unidos aunque en su país es más grave por la importancia y prestigio de sus universidades.
Tal como Trump acertó en denunciar que las redes sociales no son plataformas de libre difusión de contenidos sino medios de comunicación de control orientado, la gobernanza de Harvard responde hoy a una doctrina intencionada. Por lo tanto, no es la administración contra la libertad de cátedra. Es la defensa de la democracia y la independencia académica contra la propaganda terrorista y la degradante corrección política.
Sobre el hecho concreto que ha provocado la confrontación, es importante entender que las deplorables acampadas no son en favor de Gaza. Son apología islamista. A favor de los palestinos estamos los que queremos liberarlos de Hamás tal como los aliados queríamos acabar con los nazis y no con los alemanes. Pero los palestinos, como los alemanes en los años treinta, han de asumir la gravedad de haberse dejado dominar por una banda de criminales y que también murieron niños o mujeres o médicos durante la toma de Berlín o la liberación de Auschwitz o París.
Todo lo que se acampa se pudre. Hay un fantasma indigenista, marxista, feminista, ecologista e islamista que embrutece los templos del saber del mundo entero con su odio, su violencia y su atraso. Faltan aspersores, aspersores físicos y aspersores morales, para evitar que este fantasma haga noche en los jardines del campus.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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