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El espejo de Narciso

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Era como un gallo que creía que el sol había salido para oírle cantar.

George Eliot

¿Quién osará quebrar el espejo de Narciso? El mito nos cuenta cómo el joven murió ahogado en un estanque, enamorado de su propio reflejo, pero… ¿acaso Narciso no renace en cada grito nietzscheano? El hombre que una vez se asomó al espejo de la existencia y vio devuelta en él la imagen de los dioses, ¿no ha mutado la condición de esta refracción al punto de solazarse en la contemplación de sí? Una vez más, la historia de la humanidad es el lance entre el rostro, el espejo y el reflejo.

Nuestro homo sapiens, que deambula por calles de pueblos y ciudades, mira de reojo su celaje en las vidrieras de las vitrinas comerciales, casi como si echara de menos ser un producto de ellas. Este Narciso no se asoma a admirar su imagen sobre las quietas aguas de un estanque, sino que contempla el embeleco que la sociedad refleja de él. El Narciso posmoderno ha hecho del mundo su espejo.

Ahora bien, son varias las categorías de la autocontemplación. La más simple pasa por el hecho de asumir las pertenencias como prótesis ontológicas. Un reloj ya no es un artefacto que nos señala con mayor o menor precisión la hora, sino que es un indicador de poder. Nuestro homo fulgens cada mañana se atavía con esta especie de arnés representacional y sale a escena. El hombre contemporáneo ha pasado a ser un personaje en el teatro de la vida.

Este nivel está demarcado por los límites que impone el cultivo del ego, con lo cual hemos venido a desarrollar una suerte de egometría. Cada quien, aunque no sepa definir las coordenadas de su mundo interior, sabe escalar con precisión de agrimensor la salud de su ego, y esta pasa por el meridiano de la autocontemplación, por la intersección entre Narciso y el teatro.

El hombre contemporáneo ya no es aquel que Bécquer intuía en sus rimas, que unas veces esperaba y otras imprecaba un nuevo camino. Este Narciso aspira a que el espejo de la otredad le devuelva una imagen perfecta de sí. La modernidad líquida nos ha vendido finalmente la metamorfosis del ciudadano en actor. Nuestras calles son así el novedoso escenario donde miríadas representan a diario su papel. ¡Bienvenidos al Teatro de Narciso! Como en toda obra dramática, la vida se va representando con su respectiva escenografía y utilería.

Decíamos que este Narciso posmoderno ha convertido al mundo en su espejo, y aguarda con ansias a que cada porción del mismo le devuelva el reflejo de un yo mejorado. Ya no hay lugar para el turismo interior del Águila de Hipona. Aquel rincón del yo donde se podía oír la voz primigenia, sin necesidad de entablar largas disputas consigo, ha devenido en cabeza de playa para la toma por asalto de la exterioridad. Ha triunfado el Faro de Alejandría desde el cual divisamos no solo los remotos confines del orbe griego, sino la imagen de un nuevo hombre, más deslumbrado por sí. La evanescencia que caracteriza al espacio entre el yo y su reflejo termina en la dura superficie del espejo, y es el axis mundi de Narciso.

Un nivel muy superior de autocontemplación no se encuentra ya en la utilería, escenografía y vestuario con que Narciso necesita codificar hoy el reflejo de sí. En esta comedia posmoderna, el lenguaje constituye un estatus sofisticado de autorreferencia. Cervantes admiraba en su uso de la lengua el instrumento cuya grandeza le permitía expresar lo inefable. El hombre contemporáneo, por el contrario, admira en su uso de la lengua al homo loquens. Construye no pocas veces un espejo de palabras para contemplarse, y en dicha contemplación se apropia de la voluntad de sus súbditos.

Asistimos como espectrales comensales a un banquete en el que nos disponemos a engullir toneladas de verbo mal sazonado en la expresión delirante de algún nuevo Atila. Oímos, y nuestros oídos se narcotizan en la aceptación casi sumisa de lo que escuchan. Narciso ha hablado. Sale a escena ataviado con oropeles cuyo brillo tarde nos decepciona y da inicio a su interminable parlamento de egolatrías mal gastadas. Narciso ha construido con palabras el espejo en que habrá de mirarse y en el que obligará a todo desprevenido a creer que mira en él su propio reflejo. Narciso ha hablado y los pueblos callan.

Este Narciso de a pie (que alguna vez apenas pudo mirar su reflejo en un trozo de espejo sucio y rescatado de algún rincón de la calle), este actor insignificante que pronunciaba su parlamento preñado de mala dicción, este Narciso tímido de ayer ha entrado triunfal a Roma hoy. Senadores y pretorianos murmuran, pero el pueblo delira porque el espejismo se ha cumplido una vez más: casi todos creemos ver nuestra representación en el Narciso déspota que se contempla y nos sojuzga.

Una mañana cualquiera Narciso deambula por los corredores de un mercado en Roma. En horas del mediodía, la luz cenital nos revela lo que hace poco era mediocre destello: Narciso está en el centro de la escena pública. En la tarde, los centuriones marchan hacia los confines del orbe con el encargo de que todos sean el reflejo del Narciso omnipresente. Al crepúsculo las nubes de Roma arden y el mundo es el vaho de Narciso, pero la noche llega. En su seno se aparejan el crimen y la traición. La noche llega y entre ruidos algo parece mudar para siempre. Alguien ha roto, por hoy, el espejo de Narciso. Mañana un desconocido, en Moscú, Berlín o Caracas, se mirará en un trozo de espejo sucio y rescatado de algún rincón de la calle.

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