El mito de Orfeo y Eurídice se inscribe en una robusta tradición religiosa, surgida en contraposición a la doctrina hesiódica. Hesíodo había escrito hacia el s. VIII a. C. su Teogonía, en la que explicaba el origen del mundo (cosmogonía) y de los dioses (teogonía), e imprimía a la religión oficial helénica el sello de su concepción. El orfismo irrumpiría contra este orden establecido hacia el siglo VI a. C. y se extendería hasta el s. II a. C.
La órfica, como la pitagórica, fue una religión mistérica que reivindicaba la revelación frente a la razón. Tales cultos se fundaban en misterios que no tienen explicación razonada o filosófica, y cuyo conocimiento se transmitía por medio de la vivencia espiritual de dichos misterios. Por ello, la esencia del mito de Orfeo y Eurídice es el viaje de experiencia. El citaredo desciende al Hades en un viaje iniciático, cuyo fin es el ascenso espiritual de él y su esposa (en términos órficos, su catarsis o purificación). No hay modo de «razonar» el descenso de Orfeo vivo al Hades: era un misterio que solo se podía alcanzar a intuir en la vivencia y revelación mistérica durante la liturgia órfica.
Sus ritos eran secretos y tenían lugar en oscuras grutas, donde los iniciados llegaban a experimentar, entre danzas e himnos órficos, alguna suerte de trance. Develarlos acarreaba incluso la muerte. Semejante hermetismo permitió que llegaran hasta nosotros solo fragmentos de sus textos doctrinales y litúrgicos y un puñado de obras literarias (mayormente poemas órficos). Lo que falta de este corpus textual es necesario entresacarlo de las referencias dadas por Esquilo, Aristófanes, Píndaro, Empédocles y Platón, además de las esquelas funerarias y otros hallazgos arqueológicos.
En ese contexto, el mito de Orfeo y Eurídice constituye una parte esencial de dicho corpus. También, como la de Hesíodo, la órfica era una religión de libro, con su teogonía, cosmogonía y textos canónicos, mayormente perdidos, pero que dotaron a la religión órfica de una consistencia estructural relevante.
Hoy sabemos que los órficos fueron muy dados a la producción textual. El hallazgo en 1962 del papiro de Derveni (cerca de Salónica), que data del s. IV a. C., es prueba de que existió una antiquísima tradición de himnos atribuidos a Orfeo, sobre la que más tarde se volcó la composición de glosas filosóficas en prosa. El papiro de Derveni, precisamente, contiene un comentario en prosa sobre un antiguo poema de Orfeo, y es el texto más añejo del orfismo. En él se da cuenta de la teogonía y liturgia propias de la religión órfica de Tracia.
La teogonía órfica, por ejemplo, se distingue notoriamente de la hesiódica en varios de sus aspectos. Aquella rescata los dioses olvidados por esta, a saber: Fanes, Dionisos, el Tiempo, la Noche, el Huevo Cósmico… Por otra parte, la teogonía órfica recibe influencias determinantes de Oriente y de Egipto. Así se encumbran los cultos a Dionisos (equivalente de Osiris) y a Deméter (equivalente del de Isis), sincretizando el culto solar a Apolo con los misterios dionisíacos (conocidos más tarde como báquicos).
También hay sólidas distinciones respecto de la teología hesiódica presentes en el mito de Orfeo. La órfica es una teología soteriológica (teología de la salvación), que concibe el cuerpo (soma) —proveniente de las cenizas de los titanes y de naturaleza proclive al pecado— como vehículo temporal del alma (psique), que es eterna y de naturaleza divina (proveniente de Dionisos).
Por ello, la vida es una especie de muerte, al cabo de la cual el alma debe ser juzgada y enviada a purgar sus crímenes antes de reencarnar, para que prosiga su escala de perfección hasta su liberación. En los misterios órficos, la expiación de los crímenes se conocía como catharsis (κάθαρση). Para atenuar la catarsis del Hades, se hacía catarsis terrenal por medio de plegarias y una vida ascética. A la reencarnación se la llamaba metempsícosis (μετεμψύκωση), al cabo de la cual el alma regresaba a Dionisos.
En el mito de Orfeo y Eurídice, el citaredo intenta quebrar este principio. Eurídice, que está en el Hades en pleno proceso de catarsis, ha sido conducida por su esposo en un viaje de iniciación hacia la resurrección (no se trata de una metempsícosis). Lo que Orfeo acarrea hasta el mundo de los vivos, no obstante, es una sombra, no un cuerpo material. El cuerpo de Eurídice yace en una sepultura. No hay razonamiento que pueda explicar este viaje porque, otra vez, se trata de una revelación mistérica.
En el fondo, el mito persigue enseñar que la resurrección no es posible porque el alma debe seguir transmigrando hasta liberarse definitivamente del cuerpo. Por tanto, la falta de Orfeo a la sophrosine (σωφροσύνη, ‘moderación, templanza’) cuando estuvo a punto de lograr la resurrección de Eurídice pudo ser un recurso de los dioses para mantener el orden de las cosas.
La concepción teológica del orfismo, sin embargo, no se quedada en el ámbito teórico y hermético. Había también una dimensión práctica y popular —el culto órfico reunía estas dos dimensiones contrastantes entre sí: la hermética y la popular—. Por consiguiente, los órficos practicaban en sociedad el ascetismo, la sophrosine, el vegetarianismo, no ofrecían sacrificios cruentos (pues, creyendo en la transmigración de las almas, ello suponía algún tipo de antropofagia), hacían apostolado itinerante y no se involucraban en la política, todo lo cual conformaba el estilo órfico de vida (Ορφική ζωή). Si se lo mira bien, algunos de los aspectos del orfismo coincidirían con los del cristianismo siglos después.
A pesar de esta tentadora coincidencia y otras, el ideario cristológico es de otra índole y origen. Si bien sabemos que la religiosidad hebrea tomó en préstamo algunos elementos folclóricos de la religiosidad egipcia (y que a través de esta recibió también tradiciones mesopotámicas), queda claro que la propuesta teológica de Cristo no es una continuidad histórica del orfismo, desaparecido dos siglos antes del nacimiento de aquel.
Conviene recordar que Jesús de Nazaret se oponía notablemente a la secta de los fariseos, que practicaban un judaísmo de influencia órfica. Es bueno también traer a colación los esfuerzos de la temprana Cristiandad por condenar teológicamente el orfismo, entre los que destaca el Protrepticus, de Clemente de Alejandría (s. II d. C.).