La institución de la caballería medieval se sostuvo durante siglos fundada sobre un código de honor que todo noble (por tanto, todo caballero) debía acatar; estos valores, distinto de lo que se cree, no eran universales; por el contrario, cada orden de caballería se daba los suyos, si bien había cierto consenso. Una revisión de las obras de la literatura caballeresca (desde el Cantar de Mio Cid o la Chanson de Roland hasta Tirant lo Blanch o Amadís de Gaula) permite hacerse alguna idea sobre el código deontológico de los caballeros medievales.

Hay que decir de entrada que honor y fama son conceptos que se solapaban en la caballería medieval, y que parecen justificar la hipérbole aumentativa con que se compusieron principalmente los cantares de gesta. En todo caso, el honor es el axis mundi que conecta al caballero con los novísimos de las postrimerías (muerte, juicio, paraíso e infierno); en tal sentido, justicia, fe y caridad parecen ser las virtudes cardinales que configuran todo el código de honor caballeresco, aglutinando en torno de cada una un conjunto de valores y perfilando como un todo el ideal de nobleza, que Huizinga define como un «ideal estético».

La primera virtud cardinal de la caballería medieval, la justicia, fue conceptualmente heredada del jurista romano Ulpiano (por vía de Justiniano), según la cual se debe suum cuique tribuere (‘dar a cada cual lo que es suyo’); en torno de aquella, se organizaban varios subconjuntos de valores esenciales: valor y defensa, humildad, templanza y generosidad, lealtad.

Un espíritu justo debe ser necesariamente valeroso, pues para defender lo justo y verdadero en contextos de inequidad es necesario el valor. La principal actividad caballeresca, se sabe, era el ejercicio de las armas al servicio de un señor feudal (casi siempre en el marco de un hecho bélico), para lo cual se requería valor, entendido como la determinación de luchar por un ideal con coraje y sin temor a los sacrificios; a tal fin, el caballero no pocas veces ofrecía sus desafíos y logros a una dama, cuyos «colores vestía» portando consigo algo de su propiedad, de tal modo que encontraba en ello una motivación consistente y duradera.

La defensa no se limitaba al mandato de su señor (defender el feudo y la Iglesia), sino que el espíritu aventurero incluía proteger a las viudas, huérfanos y enfermos, quizás no tanto por una inclinación caritativa cuanto por un deseo de restaurar un sentido de justicia. Por otra parte, el caballero era un siervo de la verdad, y como tal debía defenderla no solo no mintiendo, sino especialmente cuando un acto de difamación manchaba el honor de a quien había jurado proteger.

Un caballero justo, por antonomasia, debía ser humilde, templado y generoso. La humildad suponía en la caballería, como institución, reconocer siempre el honor y valor de los otros caballeros, mientras que la templanza era entendida como moderación de los apetitos de la carne y del mundo; así pues, la generosidad devenía como consecuencia del connubio entre humildad y templanza, de modo tal que el caballero compartía espléndidamente sus riquezas y botines al mismo tiempo que trataba con hidalguía a sus enemigos vencidos.

Finalmente, la lealtad constituía un valor sensible en la deontología caballeresca (como parte del vasallaje feudal) y, por tanto, la traición implicaba la mayor deshonra. Faltar a la palabra empeñada suponía la pérdida del honor, fuera aquella dada al señor feudal, la dama o un mendigo desconocido; en cada caso, no había jerarquía en el compromiso, sino asunción absoluta de un deber ostentado por el derecho del prójimo a ser honrado.

La segunda virtud cardinal de la caballería medieval, la caridad, supuso una necesidad de dulcificar los infortunios del «valle de lágrimas». El caballero medieval sabe que debe amar y proteger el feudo y la Iglesia y lo que comprenden, especialmente a los más desvalidos; así pues, se ordenan en torno de esta virtud varios valores: misericordia, cortesía y pureza de corazón, sabiduría, indulgencia, sinceridad y honradez.

La misericordia caballeresca se entendía esencialmente respecto del enemigo derrotado honorablemente; suponía un respeto y reconocimiento de su valía y condición; a veces también se entendía como la rápida inclinación a asistir a los desvalidos. La cortesía era la determinación de tratar a todos con nobleza, como no podía ser de otra manera en quien vive conforme a la justicia y la caridad, a cuyo fin era imprescindible mantener la pureza de corazón, esto es, un alma inclinada siempre a la recta intención y al bien supremo.

La sabiduría no fue un valor muy destacado en la literatura caballeresca, pero sí muy apreciado, y se la entendía como una suerte de castidad del saber que permitía al caballero elegir en todo momento lo correcto, el bien y la verdad, teniendo por base de su acción la celeridad y la determinación de la voluntad. La indulgencia, por su parte, era la capacidad de perdonar una deshonra, pero tenía sus límites: en La Chanson de Roland, por ejemplo, se aprecia la crueldad del castigo que por su traición recibe Ganelón.

Por último, la sinceridad y la honradez son valores cruciales del caballero. La primera implicaba optar por la verdad renunciando a las simulaciones y disimulos, de manera que un caballero debía ser directo en sus palabras; la segunda suponía obrar con arreglo a la integridad, signada antonomásticamente en el honor del caballero.

La tercera virtud cardinal de la caballería medieval, la fe, otorgaba al ideal caballeresco el sentido trascendente que lo dimensionaba sobrenaturalmente. El caballero canalizaba a través de la fe los valores que conformaban sus virtudes cardinales de justicia y caridad; por medio de la fe, todo cuanto era y hacía se ordenaba a Dios, de modo tal que varios valores se articulaban con ella: esperanza, perseverancia, piedad y paciencia.

La esperanza era asumida como la certeza de no ser defraudado en la espera de ser salvo por la fe, hacia lo que el caballero disponía sus mejores esfuerzos para preservar el honor propio y ajeno. La perseverancia era un rasgo típico de todo caballero, asumida como consecuencia de la disposición de todo noble a hacer sacrificios en pro de lograr coronar con éxito el desafío planteado. La piedad, por su parte, era necesaria para fortalecer el espíritu del caballero y alejarlo de las tentaciones y posibilidades de deshonra. Por último, la paciencia era el valor que garantizaba al caballero la consecución de la empresa asumida.

Como se echará de ver, el edificio deontológico de la caballería medieval no era simple ni adolecía de falta de exigencias. Las hazañas, como insignia que caracterizaba al caballero —se puede decir sin equívocos—, eran la consecuencia natural del código de honor caballeresco. Como bien ha señalado Curtius, el héroe caballeresco se proyecta hacia lo noble con «valores vitales puros», aspirando a la «nobleza del cuerpo y del alma», lo cual «determina la nobleza de su carácter».


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