Por Dr. Antonio Pou, profesor honorario del Departamento de Ecología, Universidad Autónoma de Madrid [1]. Artículo publicado en la Edición 78 aniversario de El Nacional.
Superviviente de sabidurías ancestrales, ha llegado hasta nosotros, ligado al nombre de Esopo, la fábula de los ratones, el cascabel y el gato. En ella, como todo el mundo sabe, los ratones se reúnen para decidir qué hacer con un gato demasiado buen cazador. Un ratón sabio sugiere la idea de colocar un cascabel al gato, para tenerlo siempre bien localizado, pero no consiguen ponerse de acuerdo en quién debe hacerlo.
La fábula sigue siendo actual. Abundan los sabios y los estamentos que dan consejos sobre muchos temas para que otros lidien con ellos. Se identifican gatos y se identifican cascabeles, aunque a veces se inventan cascabeles y después se busca gato. Luego hay gente como yo que está confusa, que rebusca en todo ello y que, con alguna frecuencia, encuentra que los asuntos son más complejos y confusos de lo que ya sospechaba. Por ejemplo, la sostenibilidad.
Ese cascabel deriva del Desarrollo Sostenible, producto de una comisión para la ONU encabezada por la primera ministra noruega de la época, Gro Harlem Brundtland, y que fue publicado en 1987. El gato era el tipo de economía que atenta contra la sustentabilidad ecológica, económica y social. El contenido del cascabel, que se conoce como “Nuestro Futuro Común”, ha producido una gran cantidad de debates y publicaciones, pero ha sido el nombre “Desarrollo Sostenible” lo que realmente ha prendido socialmente.
Las dos palabras tienen una gran virtud: no tienen contenido propio. Nadie puede ir a un supermercado y comprar un paquete de 400 gramos de Desarrollo y un kilo y medio de Sostenible; mucho menos aún uno en oferta de 5 kilos de Desarrollo Sostenible. Así que cada uno imagina a su gusto lo que debe contener el paquete en oferta. Por eso la gente aplaude cuando alguien promete Desarrollo Sostenible: creen que está hablando de sus problemas.
La elección de nombres vacíos, práctica habitual en política, es una consecuencia esperable de los acuerdos que se llevan a cabo en la ONU. Como es sabido, ese organismo no es ningún supragobierno mundial, es tan solo un sitio neutral donde se reúnen los gobiernos para charlar de sus cosas. Informes como el de Brundtland se aprueban por consenso y por tanto, o pasan de puntillas sobre los temas, o no se aprueban en cuanto rocen los intereses de los países poderosos.
Así es que el Desarrollo Sostenible era un gran cascabel virtual, con un granito de arroz dentro para hacerlo sonar. Cada uno podía entender lo que quería, e incluso hubo políticos a los que oí hablar de “Desarrollo Sostenido” y de “Crecimiento Sostenible”.
El retrato del gato en el informe solo tocaba aquellos aspectos que amenazaban de boquilla a la economía. Los otros, los básicos, los que están en la raíz de los problemas, o no se citaban o se dulcificaban. Seguramente, los miembros de la comisión Brundtland sabían que no se trataba de un gato, sino de muchos, y quizá alguno debió sospechar que más bien debían ser tigres. Claro que, si hubieran tratado de hablar de fieras nunca habría existido informe. La sociedad, especialmente la occidental, no habría aceptado meterse con la economía, entre otras cosas porque, gracias a las fieras que la manejan, se ha construido el deslumbrante mundo insostenible actual que resulta tan atractivo.
Desde entonces ya ha transcurrido un tercio de siglo. Ahora se empiezan a ver con mayor claridad las huellas que dejan las garras de las fieras y la palabra desarrollo se está cayendo del dueto, al menos en la cultura occidental. Cada vez se habla más de sostenibilidad a secas, tal cual.
Pese al tiempo transcurrido, las fieras siguen sin ser identificadas con claridad. A mí también me da la impresión que debe tratarse de tigres, pero necesitamos saber cuáles son, qué están haciendo y cuáles son los riesgos que conllevan, y nos conviene mucho saberlo cuanto antes. Necesitamos mentes claras y no enredarnos en análisis exhaustivos y discusiones interminables, a las que somos tan aficionados, porque las fieras ya se nos habrán comido para entonces.
Desde mi punto de vista, así, al bulto, usando el sentido común, destacan tres grupos de fieras. El primero es que ya somos muchos humanos sobre el planeta, el segundo el sistema económico imperante y el tercero lo constituyen las fieras que todos llevamos dentro cada uno de nosotros.
Durante cientos de miles de años los humanos hemos sido una especie más que no destacaba entre los grandes mamíferos. Hoy somos muchos, en 2020 se estima que alcanzamos los 7.800 millones y seguimos creciendo, aunque parece que a un ritmo un poquito más lento. Según estimaciones, somos la especie, junto con las termitas, con mayor biomasa de toda la biosfera. Comparada con la nuestra, la biomasa de los grandes mamíferos es ridícula. Los compañeros de la biosfera deben considerarnos que somos una plaga.
Durante decenas de miles de años nos mantuvimos en cifras muy bajas de población. Los fríos dominaban y no apetecía formar familias numerosas. La situación dio un vuelco hace unos doce mil quinientos años, cuando ya parecía seguro que los hielos se retiraban definitivamente. En uno o dos siglos, quizá en pocas décadas, cayeron fuertemente las temperaturas, amenazando con volver a los tiempos glaciales de milenios atrás. Es el periodo que los especialistas conocen como el Joven Dryas.
Ni se sabe bien por qué bajaron las temperaturas, ni tampoco por qué terminaron de forma abrupta unos mil años más tarde. Tras unas cuantas oscilaciones térmicas violentas, que duraron del orden de cinco años cada una, en muy pocas décadas las temperaturas se acercaron a las actuales, y mil años después quedaron definitivamente instaladas en ellas. El brusco cambio climático produjo una catástrofe ecológica y el mundo de los cazadores recolectores se desplomó. Para sobrevivir en las latitudes medias, el Homo sapiens tuvo que generalizar técnicas que hasta entonces habían sido marginales como la agricultura y la ganadería. Tuvo también que reagruparse en poblados y fortificarlos para evitar rapiñas. La población mundial comenzó a aumentar.
La población en las latitudes medias fue aumentando a medida que aparecieron nuevas tecnologías e inventos, especialmente los metales. El descubrimiento del hierro, en el primer milenio antes de nuestra era, coincide con un fuerte aumento de la población que se estabiliza hacia los 300 millones en época romana. Luego, durante mil años, permanecimos sin grandes variaciones, aumentando muy lentamente. En el siglo XIV la población mundial era, según estimaciones, de unos 370 millones cuando llegó la peste, que diezmó países y desató el deseo de reproducirse a toda prisa para compensar las pérdidas. Desde entonces no hemos dejado de crecer.
La industrialización produjo un fuerte incremento poblacional, pero sobre todo ha sido en el siglo XX, con sus guerras y el desarrollo tecnológico, económico y social, cuando se ha producido un despegue espectacular. Desde que yo nací, justo al final de la Segunda Guerra Mundial, la población se ha más que duplicado. El pico máximo de crecimiento, al que yo contribuí, se dio entre 1965 y 1970. Ahora seguimos creciendo, devorando territorios como plagas de langosta, inventando miles de cosas. Defecamos productos y residuos diversos a una velocidad cada vez mayor, sin dar tiempo a reciclarlos, movidos por una fiebre consumista aparentemente irremediable.
Hemos generado un sistema que crece más y más, siguiendo un impulso de crecer que fue sugerido por escrito hace más de tres mil años. Ahora todo está diseñado para el crecimiento sostenido, una bicicleta a la que no podemos dejar de dar pedales cada vez con más fuerza, porque si no, se cae. Si frenamos, la economía y la población mundial se vendrán estrepitosamente abajo ocasionando una catástrofe espantosa. Si seguimos acelerando, se nos saldrán las ruedas. Por ahora no sabemos cómo se hace para circular a velocidad razonable sin caernos.
Estamos viviendo una situación muy peligrosa. Cuando una especie entra en una espiral imparable de crecimiento como la nuestra sabemos bien qué es lo que le va a ocurrir. La nuestra tiene capacidades y recursos que otras no tienen y eso puede, potencialmente, abrir nuevas puertas de escape. Pero si no activáramos esas capacidades, lo que nos esperaría está muy claro. En estos momentos disponemos de herramientas e ingenio más que suficiente para cambiar lo que haga falta. Las hemos adquirido, paradójicamente, gracias al disparo poblacional, que nos está impulsando a un universo de posibilidades a las que antes nunca había tenido acceso la humanidad. Tenemos capacidad para saltar de esta civilización hacia otra, muy diferente, situada en una órbita más elevada y más segura. Para ello, los desastres de ésta pueden orientarnos de lo que no debemos hacer; las nuevas capacidades y la creatividad harán el resto. Pero si nos resistimos al cambio se nos comerá el tigre.
El segundo grupo de fieras habitan la economía, camufladas entre números. Las matemáticas, la ciencia exacta, probablemente surgió, o recibió un fuerte impulso, en el segundo milenio antes de nuestra era, para cubrir necesidades del mundo comercial babilónico. Sin embargo, por lo menos ahora, en economía la exactitud solo funciona de forma fragmentaria: dos y dos son tres, cuatro o cinco, dependiendo del contexto y de quién lo diga. Nadie sabe prever el mundo de la bolsa porque la especulación, movida por intereses y ambición, se cuela por doquier inundando todo de incertidumbre.
Mientras unas partes de la economía exigen cálculos meticulosos y precisos, se cuelan eventos y prácticas que dan al traste cualquier intento racional de previsión. Antes, a esas prácticas, de gran tradición, se las denominaba piratería, pero ahora están socialmente aceptadas y bendecidas y suceden a todas las escalas, incluso dentro del mismo país.
Para la economía actual no existen valores fijos de referencia, todo es un juego de reglas variables, circunstanciales y, frecuentemente, poca honestidad. El contacto humano cercano, que a veces frenaba muchos desmanes, porque casi siempre queda algo de piedad, ha sido sustituido por la lucha de algoritmos, máquinas contra máquinas. Como ya no se ve de cerca el drama humano, no duele y hay barra libre para hacer lo que sea y como sea. Estamos en un proceso de deshumanización de la economía muy preocupante. El resultado es que la brecha social, inter e intra países, aumenta, al igual que la degradación ambiental, la contaminación y el cambio climático.
Diluido en la complejidad de la trama actual, es difícil determinar quién o qué ocasiona en realidad el qué, cuándo y cómo. Es fácil echar la culpa de todo a unas cuantas personas o países, porque son fáciles de identificar y forma parte del deporte social tradicional el perseguir al que triunfa. Pero muchos poquitos pueden totalizar un mucho. Si hiciésemos las cuentas, posiblemente sea mucho mayor la contribución del conjunto de los respetables y honestos ciudadanos de a pie de algunos países, al desastre y la injusticia de otros. El responsable último es el sistema que hemos elegido como modelo de vida.
Por otra parte, hoy día se actúa en economía como si fuésemos ajenos a la biosfera y al resto del planeta, un craso error cultural que arrastramos desde la antigüedad. Al mismo tiempo, al menos en la cultura occidental, adoptamos una actitud paternalista erigiéndonos en cuidadores de la naturaleza, a la que se adora como si fuesen cuadros de un valioso museo. Pero estamos hechos con las mismas piezas que los demás mamíferos; somos naturaleza. Si las presas que construye un castor -y los desastres que frecuentemente ocasionan- son obra de la naturaleza, o son naturales los termiteros, también son obra de la naturaleza de hoy nuestras presas y rascacielos. Lo cual no quiere decir que sean acciones correctas, porque el resto de la biosfera le pondrá coto a su manera, sin prisas; las prisas las tenemos nosotros para evitar la multa.
Toda la biosfera constituye una entidad funcional que fabrica las condiciones ambientales según sean los individuos que la integren. La composición de los gases atmosféricos, del agua, de los suelos, incluso los paisajes y el relieve, está regulada y fabricada. Se fabrica en cualquier lugar donde haya vida y hay mucha actividad redundante porque de vez en cuando el planeta sufre una convulsión interna, una pedrea espacial o un desequilibrio ecológico; pero el conjunto biosférico amortigua los daños.
Esa redundancia es la que ha permitido hasta hace poco tiempo depredar al resto de la biosfera sin mayores consecuencias visibles. Pero probablemente con ello hemos reducido la resiliencia del conjunto, en el que estamos también incluidos. Miramos con preocupación al cambio climático, pero el asunto es de mucho más calado. El problema es que desconocemos el alcance real de los daños, faltan medidas fiables y los cálculos son complicados porque son muchos los procesos que intervienen. Necesitamos conocer cuál es la situación real porque es mucho lo que nos jugamos.
Nuestra ceguera cultural y prepotencia nos impide reconocer lo evidente: no estamos solos en este planeta y por tanto no podemos hacer y deshacer a nuestro antojo. Cuesta dinero biosférico mantener activos los sistemas de seguridad y mantener las fábricas en marcha. Si desactivamos una protección o cerramos una fábrica, se supone que deberíamos hacernos cargo de la función que desempeñan. Cada extracción de recursos, cada montaña que movemos de sitio, cada desperdicio, cada contaminación, tiene un precio biosférico.
Ese precio hay que traducirlo a nuestras monedas y cargarlo al debe de nuestros balances económicos, porque nos lo van a cobrar, sí o sí. Si hiciésemos el cálculo veríamos que nuestras economías son mucho menos boyantes de lo que parece y que no podemos gastar el dinero, ni el nuestro, ni el biosférico, en fruslerías. Muchas culturas tradicionales usaban el sentido común y el principio de precaución como sistema de cálculo para evitar grandes males a medio y largo plazo. Sin embargo, en el último siglo, viendo que no pasaba nada, nos hemos lanzado a intervenir en la biosfera a tumba abierta, en la creencia que estamos en un mundo libre e ilimitado: un lienzo en blanco en el que dar rienda suelta a nuestra imaginación y caprichos.
La naturaleza no es un lindo gatito, sino un poderosísimo tigre al que va a ser muy complicado hacerle un cascabel, porque dependemos de saber manejar a una fiera muy cercana que todos llevamos dentro. Esa fiera, o grupo de fieras, es el principal problema de la sostenibilidad, porque somos nosotros mismos.
En lo esencial, desde el punto de vista biológico, somos un mamífero depredador que, aunque puede vivir aislado, como un oso, prefiere cazar en manada, como hienas o coyotes. Dentro de nosotros llevamos la misma maquinaria emocional que cualquier otra fiera, gracias a la cual podemos sobrevivir en este planeta. Estamos construidos, como un Lego, con las mismas piezas que la evolución, la naturaleza, ha ido diseñando y poniendo en marcha desde hace millones de años.
En cada especie se ha ensayado algo nuevo. En la humana, la naturaleza se ha esmerado para conseguir el primer super-ultra-ordenador: nuestro cerebro. Para ello ha tenido que optimizar muchos parámetros y hacer equilibrios inmensos para conseguir que quepa dentro de un pequeño cráneo que pueda pasar por el canal pélvico a la hora de nacer.
Dado que el cerebro, a pesar del diseño super eficaz de su CPU, se lleva la cuarta parte de la energía que consumimos, ha habido que limitar algunas capacidades. En su optimización funcional, se ha dado prioridad a atender las necesidades emocionales propias, disminuyendo rápidamente nuestro interés por los demás a medida que están más lejos de nosotros. Considere un tablero de ajedrez y lo rápidamente que aumenta con la distancia el número de casillas que rodean a las casillas del centro. Extender la atención hacia los demás, con la misma intensidad que hacia la propia, exigiría una tremenda capacidad de memoria y de interconexión, lo que implicaría un cabezón imposible de transportar.
Por esa razón cuesta mucho hacernos una idea realista, objetiva, de lo que significan 7.800 millones de personas. Lo mismo ocurre respecto a la dimensión espacial y temporal. Todo ello constituye una gran limitación a la hora de comprender y abordar lo que tiene que ver con la sostenibilidad de la humanidad.
Afortunadamente, nuestro cerebro humano dispone de muchos otros procedimientos. Es una entidad endiabladamente compleja, con muchas funciones y potencialidades, pero para ponerlas en funcionamiento se requiere intencionalidad, prestar atención especial y esfuerzo. El problema es que, lo que está debajo, es la misma fuerza emocional, la misma fiera, que mueve a otros mamíferos depredadores. El tener fisionomía humana no garantiza que realmente lo seamos si no hemos puesto en marcha las características que nos diferencian. En ese sentido un animal bien consciente puede ser mejor que un falso humano.
Cada cultura se ha ocupado de ese tema y ha puesto en marcha miles de procedimientos para desarrollar las características humanas de sus gentes. Eso es lo que garantiza la supervivencia y el progreso del colectivo. La nuestra se ha centrado en desarrollar sobre todo el intelecto, porque de él depende el desarrollo tecnológico y económico, prestando relativamente mucha menos atención a otras capacidades humanas esenciales. El problema se agudiza porque, colectivamente, se ensalza todo lo emocional, porque es un fuerte motor económico y político del corto plazo. Es decir, inconscientemente se está alimentando a la fiera interior a base de sobrevalorarla, sin reparar que, sin la debida compensación, ello va en detrimento de las cualidades que nos diferencian como especie y protegen nuestro futuro.
Esa fiera interior que habita en todos nosotros suele vivir, sobre todo en los medios urbanos, desestabilizada por la ansiedad y la frustración, al no poder alcanzar lo que la publicidad nos promete. Esa insatisfacción permanente del grupo social busca la solución en el consumo y se ve abocada a crecer más y más. No puede detenerse ni un momento para reparar en las consecuencias, en la existencia de límites y en imposibilidad de seguir creciendo indefinidamente. Ese es el problema real, la matriz que genera y alimenta a las demás fieras que he citado antes y a muchas otras más.
¿Qué cascabel habría que diseñar para advertir de los peligros de esta enorme fiera? Esopo y muchos miles de pensadores y sabios, desde la remota antigüedad hasta nuestros días, han dejado recetas orales y escritas de cómo desarrollar las cualidades propiamente humanas y cómo mantener en cintura a la fiera. Pero ahora, colectivamente, no hay oídos para escucharlas, ni ojos que lean con atención. Todo es fugaz, nada que no alimente la emoción interesa. Esto último es, por ahora, un nuevo gato que necesita también de cascabel y de gentes que conozcan en profundidad los cambios que están sucediendo en la sociedad para saber cómo ponérselo.
Estamos ante una cadena de cascabeles y cascabelillos que, empezando por los más abordables, deberían ir sonando progresivamente, desatascando las entendederas, liberando trabas, en aras de la sostenibilidad. Pero, ¿cómo y por dónde empezar? Por algún lugar debe asomar el extremo de algún hilo. Si algún lector lo localiza, o se le ocurre por dónde buscar, que lo diga. O mejor aún, que se ponga a tirar de él.
[1]. El articulista de hoy fue miembro de la delegación española que participó en los tres primeros años del IPCC (el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas), también integró el Comité Directivo y en el Grupo de Respuestas Estratégicas. Actualmente realiza investigaciones sobre análisis automático de la circulación general atmosférica por medio de imágenes satelitales.
Pablo Kaplún Hirsz, coordinador de este espacio, estará dos semanas de viaje por lo cual se publican los dos artículos que más impacto consiguieron en los tres años que lleva esta columna de publicada