OPINIÓN

El amor es el logos de toda belleza trascendente

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

«y cómo tu lágrima ardiente quemaría

de parte a parte el hielo de año nuevo…«

Anna Ajmátova, Réquiem 4.

«y desde alguna parte escuché un victorioso sí…«

Viktor Frankl

El prisionero 119.104 cava una zanja mientras habla amorosamente con la esposa difunta. Su presencia es emplástica —como la habría llamado S. T. Coleridge— es tan intensa que casi puede palparla físicamente. En torno de sí todo es horror y miseria humana. El guardia corona el asco con expresiones denigrantes y, de pronto, et lux in tenebris lucet («y la luz brilló en la oscuridad»): en mitad del rigor del invierno polaco, un ave desciende de lo alto hasta posarse sobre el montículo de la obra para fijar su mirada profunda en el recluso. Con cuánta fuerza quizás resonaría en su memoria aquel célebre pasaje de Hölderlin: «Hay horas en que lo mejor y más bello se nos aparece como en una nube y el cielo de la perfección se abre ante el amor anhelante». Nunca la epifanía de la belleza tendrá tanto sentido como cuando tiene lugar en medio de la ruina del mundo.

Hemos referido un episodio real de la vida del psiquiatra vienés Viktor Frankl en el campo de exterminio de Auschwitz, una mañana de invierno. Cuando leí este pasaje de El hombre en busca de sentido, no pude sustraerme de recordar, conmovido, la tarde en la que habíamos regresado de inhumar a mi padre, pues en medio de mi llanto solitario ante la reja del patio, un ave se posó en esta y gorjeó durante unos segundos. Aquel evento —mistérico para mí— siempre me rescata y me dice que en toda belleza hay un enigma trascendente que nunca aprehenderemos ni comprenderemos a cabalidad.

La belleza tiene un sentido pretérito y otro presente. Aquella que fue se honra a sí misma y nos enaltece en su nostálgica evocación, pues la armonía preterida posee la facultad de restaurar en nosotros la euritmia del espíritu al hacerse presencia en él, con lo cual queda establecida la primera potestad de toda alma bella: la de reconocerse en lo bello que habita en el mundo, incluso cuando su hogar sea el de la amorfia moral.

El sentido de la belleza presente es, sin embargo, el que suscita mayores repercusiones en la consecución de un logos vital, no solo porque actualiza el reflejo y reconocimiento de lo más alto del alma en el mundo, sino por el hecho de que aquella supone una condición sin la cual es apenas buen acomodo de las partes en un todo estético: el amor es a la armonía lo que el aire a la flecha que surca el espacio. Sin aquel, esta no puede trazar la parábola de su esplendor. La contemplación de la persona amada en y desde lo bello es el fin último al que se ordena la vida del ser fecundo en la poiesis trascendente.

Así pues, el λóγος (logos en cuanto sentido, razón de ser) de la belleza, sea presente o pretérita, se halla en el amor. Sin este, la armonía deviene en anémico orden del espíritu, tan frágil que se quebrará en mitad de la más trivial intemperie existencial. A menudo, la contemplación del ser amado nos conduce a la conquista de cimas insospechadas del alma, desde las cuales podríamos divisar la magnificencia de un tiempo ajeno a la vanidad de los relojes.

La eternidad es el nombre del ser amado anidado en la intemporalidad de la belleza absoluta. Por debajo de semejante amor se ordenan todos los demás amores, de modo tal que la más alta armonía del espíritu sería amar en y desde lo bello-en-el-mundo. Al hacerlo, somos cruzados por una luz que deviene en refracción estética, en incontenible caudal de reflectancias poéticas. El amor es el logos de toda belleza trascendente.

Cuando la belleza perecedera mira a través del amor a la belleza absoluta deviene en trascendente y se incardina en la eternidad. Este quizás sea el misterio que subyace tras la más alta poesía amorosa, y estoy pensando en Dante ascendiendo a la divinidad en el amor por su Beatriz. No se trata, por tanto, de solo producir constructos estéticos que aspiren a una burda fama, cuanto que aquellos sean concebidos y trabajados en una poiesis del amar, fecundados y gestados en el encumbrado relieve luminoso del espíritu, allí donde no se llega sino cruzando el sigilo del amor puro.

En este punto, poco importa ya si el amor es presencia o ausencia física porque ha sido plantado en la eternidad interior y, por consiguiente, forma parte de la belleza imperecedera orientada a su trascendencia en la absoluta. Su sola evocación es el órgano restaurador del espíritu más poderoso al que tenga acceso la facultad de la memoria y en el que se pueda refugiar —como baluarte frente a la adversidad y la ruina del mundo— un alma bella, pues esta aspira por sobre todos los bienes a subsumirse —cruzando el cielo del amor— en aquella armonía que es en sí todo lo que ella misma puede y desea ser sin menoscabo propio. Lo divino es la diana donde termina su viaje la belleza que cruza la inmensidad del amor, incluso cuando neguemos la existencia de tal posibilidad…

Hay en el alma una noche más luminosa que la suma de todos los mediodías, una en la que el misterio es el guardián de una luz tan alta que su sola contemplación bastaría para abandonar el poder del verbo y su sombra en el silencio y, sin embargo, en ella yace paradójicamente la esencia de aquello que dicho no puede ser nuevamente enunciado sin devenir en nuevo fulgor, una tal que es el sagrario de la palabra exacta como el rayo y sutil como el parpadeo de una estrella que hace años luz expiró. En su seno palpita la belleza absoluta, y en cada latido dice nuestro nombre para que no olvidemos que hemos sido, ante todo, su predilecta obra de arte…

Cuando el hombre, devastado y aturdido, se descubre habitando el hogar inmundo de las más monstruosas circunstancias, cuando en su alma suenan las trompetas del tiempo anunciando la inmisericorde marcha de las huestes del dolor sobre su desguarnecida fragilidad, cuando quienes amamos cruzan para siempre la última esquina de la vida y todo pareciera transitar en medio de una niebla ácida que no tiene piedad del ruego sembrado en los surcos de nuestra frente, cuando la nada y el vacío son el último huerto posible de sembrar, aún queda en las manos una semilla, ella, cuyo nombre elegimos como estandarte de nuestra eternidad, aquella en la que un día seremos, en el cenit del tiempo y la luz, amor abismado en la belleza absoluta.

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©2022 Katherina Alayón, foto.