Pensaba que hacía lo correcto. Obedecía órdenes. […] Yo era solo el director del programa de exterminio de Auschwitz. Fue Hitler quien, a través de Himmler, lo ordenó. Y fue Eichmann quien me daba las órdenes relativas al transporte.
Rudolf Höss
En Eichmann en Jerusalén (1963), Hannah Arendt pasa revista al juicio seguido a Karl Adolf Eichmann, el jerarca nazi que fue responsable de administrar la deportación de judíos hacia los guetos y campos de exterminio. Arendt acuña el término banalidad del mal para significar la comisión de un crimen no por maldad, sino por obediencia burocrática.
Durante el juicio, Eichmann afirmó que para él la cuestión judía era un asunto de estadísticas y que sus superiores habían abusado de su obediencia, señalando a estos como los responsables. Incluso llegó a invocar el imperativo categórico de Kant. Este plantea que un individuo no es malo por cometer actos perversos, sino por llevarlos a cabo conforme a una máxima vil —una regla diseñada por libre albedrío para apartarse de la ley moral—, puesto que la maldad solo sería imputable en proporción a la libre responsabilidad de los hechos criminales. Según Eichmann, la coerción había anulado su libertad. La elección moral, sin embargo, siempre es autónoma y posible, inclusive bajo coacción.
Arendt se alinea con esta premisa afirmando que Eichmann debió ser condenado no por cometer crímenes de lesa humanidad —ya que no era esencialmente malo—, sino por no haberse opuesto a seguir órdenes invocando la objeción de conciencia, contribuyendo así a la banalización del mal. Personalmente me deslindo de algunos planteamientos de la filósofa alemana.
Hay que comenzar por preguntarse si es posible banalizar el mal. No lo creo: el mal y sus efectos no son triviales. Quienes los han padecido pueden dar cuenta de su significado trascendente. Otra cosa es la manipulación del discurso para frivolizar su significación en la percepción social. Buena parte de los dispositivos de banalización pasan por una adecuación discursiva para suavizar la representación mediática del horror. Casi no hay banalidad de la perversidad sin su anodino sucedáneo verbal.
Los nazis hablaron de «detención preventiva» y «solución final», eufemismos que enmascaraban el proceso de deportación y gaseado. A la entrada de varios campos de exterminio —el de Auschwitz es el más citado—, un letrero rezaba cínicamente: «Arbeit macht frei» (‘con el trabajo se consigue la libertad’). La sola historia de este eslogan desde que fuera el título de una novela (1873) de Lorenz Diefenbach es escalofriante. Sin putiferio verbal no hay banalidad del mal.
Dejando de lado el sentido moral, la frivolización del mal exige algún grado de conciencia humana: saber que lo nombrado de otra manera ya ostentaba un nombre primigenio, y que esta denominación originaria interpela cualquier otra que la enmascare —excepción hecha del discurso poético—. Eichmann creció desde los diez años educado por una devota madrastra protestante, quien debió inculcarle que el asesinato era un delito, no una «solución». Su maldad supuso admitir libremente el juego de palabras que hacía del exterminio judío un remedio conducente al bien común. Eichmann siempre supo que las órdenes que administraba consolidaban una masacre.
Resulta interesante que Wittgenstein y Huizinga, en pleno ascenso del nazismo, desarrollaran sendas teorías sobre el juego. En el Cuaderno azul (1934), Wittgenstein asegura que todo problema filosófico es un dilema de enunciación, un juego de palabras: Sprachspiel, razón por la cual los límites del mundo y del lenguaje deben coincidir. Huizinga, en Homo ludens (1938), plantea que el juego es intrínsecamente cultural, de modo que cada acto social es esencialmente una metáfora lúdica, el símbolo cultural de un juego.
Eichmann está justo en la intersección entre Wittgenstein y Huizinga, en la posibilidad de difuminar los límites del mundo allí, en la frontera metafórica del juego de palabras. Para Eichmann, la muerte apenas fue un trámite.
El juego de lenguaje con que se banaliza el mal no es trivial, puesto que su trágica mascarada crea una víctima absurda. Al forzar los límites del mundo para que coincidan con los de eso que Orwell llamó «neolengua», el homo ludens se encuentra de golpe huyendo de la policía política mientras juega al gato y el ratón. Justo donde el discurso se abre distanciando significante y significado se instala la frivolización de la iniquidad. El hiato semántico se convierte así en grieta psíquica y ontológica, en germen del absurdo y la alienación.
El argumento de Eichmann, sin embargo, adolece de fisuras, lo mismo que la presunción de no maldad de Arendt. La invocación del imperativo categórico kantiano supone que un sujeto es moralmente bueno cuando hace de la ley moral (mandamiento fundamental que propende al bien común) su máxima para actuar, por tanto, el mal moral es un distanciamiento voluntario de dicha ley moral.
Eichmann asumió como máxima fundamental la ética deontológica de Hitler, que incluía el «dem Führer entgegen arbeiten» (‘trabajar en la dirección del Führer’), y al hacerlo, optó por la definición kantiana de intención moralmente mala, pues subsumía el seguimiento de la ley moral a motivos de índole subjetiva (los de Hitler). En otras palabras, su ley moral fue la máxima personal con que el Führer se distanció del categórico imperativo.
Por otra parte, no es del todo cierto que Eichmann obrara coaccionado y por obediencia. En julio de 1944, cuando Himmler ordenó suspender las deportaciones de judíos húngaros dada la creciente presión internacional, Eichmann desobedeció y prosiguió con los traslados a Auschwitz. Enfadado con Himmler por la medida prohibitiva, pidió su transferencia y fue enviado a la frontera rumano-húngara. Allí obligó a miles de judíos a una marcha forzada de Budapest a Viena. Luego huyó al cuartel de la Gestapo en Berlín, y en mayo de 1945 quemó todos los archivos de la Sección IVB4 destruyendo la memoria incriminatoria de las deportaciones.
Si Eichmann no se hubiera sabido «culpable» de delitos de lesa humanidad, no habría quemado los registros de la IVB4, ni huido a Austria y Argentina, ni se habría gestionado varias identidades falsas. Eichmann no solo no hizo objeción de conciencia —como le recriminaba Arendt—, sino que cumplió su deber con absoluto celo arribista, anteponiendo su propio interés al de cualquier máxima fundamental del bien común. Eichmann eligió moralmente administrar intachablemente la solución final, y más tarde se ideó un discurso para trivializar el horror perpetrado y salvar su responsabilidad.
Oírlo en el juicio de Jerusalén es asistir al burdel de la palabra, ese lugar en el que la expresión pierde cualquier conexión con su esencia humana, en el que hasta existe un Kant propicio a la barbarie nazi, en el que el horror gime de placer ultrajando los límites del lenguaje. No hay banalización del mal sin un nuevo modo de nombrar la realidad… y a menudo el silencio de los notables es su peor secuaz.