OPINIÓN

Divagaciones filosóficas sobre la fotografía

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

Hace unos días, al regreso de dejar a mi hija en la escuela, miré, como siempre, las flores que crecen en esa descuidada orilla del camino que agrestemente me conduce del garaje a mi casa. Aquí, donde vivo, es usual pisar la tierra y oler la fronda. Abunda el cadillo que, casi todo el año, nos sale al paso con su minúscula flor blanca de cinco pétalos y el centro amarillo. Siendo aficionado a la fotografía, hago alguna que otra toma. Ese día una mereció particularmente el hábito: un gusanito tomaba por asalto el sol de la florescencia.

Decía Sontag en un libro —que me gusta, pero no me apasiona—, On Photography (1977), aquello de que una fotografía es «un signo de ausencia». Creo, más bien, que lo es del temor a la ausencia. ¿Por qué fotografiamos? ¿Quizás porque sabemos que dentro de un minuto todo cambiará? La mayoría dirá que para guardar un recuerdo. Lo cierto es que en toda foto desafiamos al tiempo. Apretamos el disparador de nuestra cámara fotográfica para ajusticiar la temporalidad. Cronos está amenazado de muerte en cada instantánea.

Lo que no me gusta del enfoque de la Dama Oscura es su insistencia en pensar la fotografía como un memento mori («recuerda que morirás»), tal cual aseguraba ella. Me resulta chocante porque si bien en toda instantánea hay una nostalgia por lo que ya no es, también existe la recuperación de un trozo de mundo. Para mí una foto no es solo una imago mundi, una prótesis de la facultad de la memoria, sino que, por sobre todo, es una recreación del cosmos. Cuando miro en la pantalla de mi teléfono lo que veo a través del visor, creo algo, por tanto, fotografiar es fecundar el universo. Es aquí donde me divorcio de esa inteligencia atrevida y seductora que tuvo la Sontag.

Hoy pasé a mirar la flor de hace días y ya no está. Tampoco el gusanito. De hecho, ese segmento marginal del camino cambió. Ahora solo tengo la imagen, pero ¿es acaso un facsímil de aquella realidad o de ninguna manera es fiel? Creo recordar que hice un esfuerzo por enfocar en primer plano el objeto principal, de modo tal que se desenfocara el fondo. ¿Eso no fue añadir al mundo algo que no estaba, fecundarlo con el esperma de la belleza?

Nunca una foto ha coincidido con mi memoria… tan rica en matices sensoriales. Recuerdo que en la universidad nos hicimos una fotografía de grupo y pasó su brazo sobre mi hombro una chica por la que sentía una admiración magnífica. La imagen se veló, pero en mi memoria quedó aquel temblor mío y la dicha que entonces sentí. Por eso, a pesar de ser fotógrafo aficionado, no tengo apremio de hacer instantáneas, sino de atrapar las sensaciones de un momento. Las técnicas fotográficas más sofisticadas no alcanzan a igualar la belleza de mis álbumes memorativos. Quizás por ello tenga pocas fotos de los seres que amo tanto: están grabados por toda la eternidad en el celuloide de mi alma.

Ahora quisiera olvidar a la Sontag para poder ascender a otra instancia del acto fotográfico, aparentemente fuera de él e ignorado por la filósofa estadounidense: en cada foto hay un indicio espeluznante señalando la no-foto. He notado que cuando se publica una instantánea grupal en las redes sociales casi invariablemente alguien dice: «Falto yo». Fotografiar es también negar una parte del mundo. Los buenos fotógrafos lo saben. No cuentan solo la composición, la perspectiva y la luz. Hay que desechar, extirpar.

Cuando miro una imagen, me pregunto siempre por lo que no está que nunca intuiré. No me refiero ya a lo que decía arriba, a lo que el autor fotográfico deselecciona en su genuino arte de recrear el universo. No. Estoy hablando de la última foto de mi madre, pocos meses antes de morir, de la expresión tan incierta en su rostro, ¿o en su máscara? La observo por horas y no consigo saberlo. ¿Quizás lo propio pasa con la Gioconda? Por eso me resulta tan frustrante en ocasiones la fotografía… porque es superficial. Tal vez por ello se me pase tantas veces la oportunidad de hacer una instantánea: me quedo ahí, queriendo mirar más el alma de alguien o el anima mundi que palpita al fondo de un paisaje.

También me pregunto dónde queda todo lo que se escapa a una foto, el antes y el después de esta. Sabemos del flamante beso del Hôtel de Ville (París) captado por Robert Doisneau en 1950. Es una imagen hermosa donde las haya, pero cómo llegaron los amantes allí y qué fue de ellos luego es algo que la instantánea jamás podrá decirnos. Solo tenemos noticia de una leyenda negra en torno a aquella, según la cual el célebre fotógrafo contrató dos actores para tal fin. Aún más: ¿quiénes son los otros que no están encuadrados en la toma? Hay más silencio en una fotografía que el que podamos imaginar.

¡Tanto que no se dice en una instantánea! Si vuelvo a la flor de cadillo y el gusano, debo decir que no la hice porque fuera un hecho curioso. Vi en ella un símbolo cuya carga semántica me reservaré. ¿Ves? ¡Otra vez el misterio! Sin importar cuánto te esmeres en descifrarlo, no lo conseguirás. Entonces, ¿todo silencio es solo un signo de ausencia? Creo que nunca un sigilo gritó tanto una presencia en mí como ese día…Nadie sabe la planta prodigiosa que cada cual lleva sembrada en el centro de su eternidad interior, cuyo reflejo simbólico avistamos de pronto en el mundo y pintamos, siquiera torpemente, en una foto. Aquella imagen, más que una fotografía, es un óleo digital de un paisaje de mi alma… el desocultamiento de un enigma… un autorretrato.

@Jeronimo_Alayon