Leer un texto literario podría suponer una suerte de erótica textual, en la que la relación entre aquel y el lector estaría signada por el deseo y un ansia de goce intelectual; como en todo erotismo, la imaginación también supondría ser el fermento esencial de la seducción. Las palabras se constituirían así en artífices de una caricia sobre la inteligencia, en portadoras de esa sensualidad adictiva capaz de convertir el texto en liturgia y a su creador en autor de culto.
El placer del texto, tal como dice Barthes, no es triunfal ni se produce cimbrando ostensiblemente la resistencia del que lee. Por el contrario, es una seducción casi imperceptible en la que el amado construye el deseo del amante. La dinámica de la erótica textual nada tiene que ver con nuestros ancestrales ritos sexuales. No hay dominación, sino subsunción. El lector no necesita sentirse sometido por las palabras para alcanzar una fruición pasajera: se subsume, por medio de aquellas, en un abarcamiento cultural que excede el todo de su tiempo y lo transporta a ese goce intemporal de hacerse uno con el flujo de humanidad.
En este sentido, todo lenguaje es la sombra de otro que flota a la deriva en la superficie de una corriente de saberes. El escritor es, por tanto, un tejedor de naufragios textuales, alguien que entiende el valor relacional de lo diverso. Visto así, la erótica verbal es capaz de convertir la soledad insular de las palabras en archipiélago. Cuando el creador textual concibe su cosmos sígnico, lo hace en modo similar a como se engendra la vida: en la conjunción de la techné y el eros. Los estructuralistas olvidaron este principio y, en consecuencia, redujeron el texto a simple artefacto literario, a producto técnico de un artesano.
Hay en los modos de ser del lenguaje literario recursos eróticos que propalan la consumación de un goce superior del texto. El más finamente sensual de todos quizá sea la ironía. En ella hallamos un derroche de picardía erótica por medio de la cual la palabra se hace deseable y esquiva a un mismo tiempo, suponiendo un reto seductor a la inteligencia. El discurso irónico se gira sobre sí justo en el momento en que estaba a punto de desnudar alguno de sus sentidos, e inmediatamente nuestro intelecto se apresta a mirar con la imaginación lo que la obviedad se ha negado mostrar. La construcción retórica del sarcasmo, valdría decir, es un finísimo y lúcido escote verbal.
En la antípoda de la insinuación inherente a la ironía se halla el ocultamiento propio de la metáfora. La ironía nos otorga el placer de casi ver; la metáfora, el de lo no visto. Es un disimulo sensual del lenguaje. Detrás de las palabras oblicuas que sirven al tropo para encubrir el sentido recto de sus signos, deseamos palpar a oscuras la esbeltez del pensamiento. La invidencia sígnica que propicia el discurso metafórico deja en manos de la intuición la misión de tentar a ciegas el cuerpo verbal hasta obtener de este los sentidos deseados.
La ausencia y el desencuentro también tienen su encanto seductor. La elipsis constituye un extrañamiento verbal, una no presencia a veces invocada, a veces evocada. Cuando el lector se percata del abandono de ciertas palabras, sabe que la epifanía textual provendrá exactamente de los intersticios dejados por aquellas. Lo que no está traerá el placer de lo deseado en cada invocación o evocación.
El retruécano, por el contrario, no es un alejamiento de los sentidos esenciales que se sacia en el deseo de hallarlos, sino un desencuentro: siendo próximos no alcanzan a consumar su unión. Uno y otro se miran a distancia suficiente como para reconocerse y desearse, pero en la imposibilidad de ser cada uno lo que su opuesto no puede ser. Más que omisión son simétrica divergencia.
El erotismo del discurso literario remite a una oquedad que es invocada por el deseo. Cuando lo ausente se revela en la perspectiva que le otorga su apelación, surge el placer de intuir la esbeltez de la idea bajo la sinuosidad del lenguaje. No hay solo una forma de la palabra: también la tiene el concepto, y la ceñidura con que la primera invoca solapadamente al segundo es un disimulo seductor, erótico, que emplaza la imaginación a engendrar el símbolo poético como espacio textual del sentido, eso que Coleridge llamaba poder esemplástico.
Lo que me gusta de Coleridge es su atrevida referencia a lo esemplástico, que significa en griego ‘moldear en uno’. La imaginación, para el poeta inglés, es el medio por el cual el creador une los elementos dispares del mundo en una perspectiva armónica. Es, como diría Inman Fox, el sentido intuitivo de la unidad orgánica del universo manifestada en la obra de arte. Esta unidad, sin embargo, no logra consumarse sin los recursos eróticos del texto, hablando en términos estrictamente literarios. En tal sentido, la retórica vendría a ser, por tanto, el ritual sígnico que permite unir el objeto de deseo y el logos en el acto fecundo de la imaginación esemplástica.
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