El cariño es atemporal y ubicuo.
Lea Casot Crusco
A Lea, con mi eterna amistad.
He recibido una de esas noticias que uno no tiene apremio en oír: el fallecimiento de mi amiga Lea Casot. Nos conocimos en 1987, en aquel primer año de la Escuela de Letras, en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), y rápidamente nos hicimos amigos entrañables.
Lea era la palabra honda y el sentir diáfano. Eso hizo posible el prodigio de una amistad que perduró a pesar del tiempo y la distancia. Su honestidad la precedía y era a menudo la razón de un «regaño», como el que motivó nuestra última conversación en diciembre pasado a propósito de un poema mío, Déjame con los pájaros: «Recuerda, Jerónimo: mantén siempre juntas la inteligencia y la dulzura». Ese día hablamos de bandadas, de pájaros «que vendrán al final de la tarde / al final de todo» y de un viaje impostergable al que ella se nos adelantó… Creo que esa fue nuestra conversación más grave y profunda. Y, sin embargo, su delicadeza no le permitió hablarme de la enfermedad que silenciosamente la estaba apagando.
Inteligencia y dulzura… He pensado mucho sobre ese binomio y he llegado a la conclusión de que no existe inteligencia sin dulzura. Una inteligencia sin dulzura es solo eso: inteligencia dura. La inteligencia que se adorna con la dulzura es aquella que solo es posible en quienes saben poner a dialogar la razón y el sentimiento, tan frecuentemente obligados a cañonearse desde bandos opuestos.
El reproche de mi querida Lea tenía mucho que ver también con la inteligencia que, sin el auxilio de la dulzura, se preña de amargura. A veces, cuando nos atenazan ciertas circunstancias, esas ante las que Camus decía que cualquiera «puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo», el exceso de inteligencia dura nos acibara y tendemos al absurdismo, a creer que «no hay nada más allá de la razón».
¿Y qué está más allá de la razón? Los sentimientos. Aquí algunos marcarán distancia con mi concepción, pero para alguien que, como yo, cree en la moral del sentimiento, no es difícil contestar así. En esa charla recuerdo haberle hablado a Lea del idealismo alemán y de cómo Novalis, Hölderlin Schiller y Fichte, entre otros, se rebelaron contra el imperio de la razón que impuso la Ilustración. Hoy, en esta suerte de Neoilustración e hiperracionalismo que vivimos a la orden del dato y la verificación cientificista, para mí cobra particular sentido enarbolar la bandera del sentimiento como perfección de la razón.
No hay inteligencia sin la dulzura del sentimiento cribándola. Así encuentro en la niebla diurna, más que en la oscuridad de la noche, el velo que cubre y abriga en su seno, con su misterio, la luz. Para quienes me conocen, esto supone el natural pasar de Novalis a otro estadio. Yo, que he bebido tanto de los Himnos a la noche, me percato de que más que tinieblas, la niebla diurna es un sagrario del misterio más auténtico y real, al menos en mi vida, y quizás porque habito en estas montañas junquiteñas de casi perpetuas nieblas, también es el espacio antropológico donde al fin pueden descansar mis cavilaciones, a veces algo ya cansadas de su largo y angustioso caminar…
Hablamos Lea y yo del impostergable viaje sin saber que ella lo haría tan pronto. Quizás porque la muerte es en mí un tópico insoslayable desde que perdí a mi padre cuando tenía catorce años, y a uno se le quedan en los intersticios del alma esos fuegos nada fatuos. Quizás porque ella ya presentía la trompeta de Fidelio en su vida y dejó caer el salmón en el sartén. Quizás porque la vida es así… hermosamente enigmática. Hablamos de la muerte, entonces, como dos amigos que hablan de algo serio: con serenidad. Recuerdo que me preguntó si temía morir, y le dije que no, que no le temía a morirme vivo, sino a vivir muerto.
¿Cuántos viven muertos? Yo mismo… ¡cuánto he vivido muerto! Cada vez que mi inteligencia renegó de mis sentimientos. Es una lamentable circunstancia vivir equivocado, ciertamente, pero nada se compara con el infortunio de vivir razonándolo todo, en ese espejismo de corrección y absoluta verdad en el que vive quien hace de la razón su arjé, su principio originario. A veces vale la pena perder un poco el rumbo en la incertidumbre de la niebla y el sentimiento… Nadie sale debilitado de la niebla. Uno es más humano cuando ha dado el primer paso en la incertidumbre.
Inteligencia y dulzura… La perfección de la razón es el sentimiento. Si el mundo, como lo creo, es símbolo y misterio, órgano reflector de mi eternidad interior, si la belleza de afuera no es más que el alter ego de la que me habita y a la cual solo llego si ambas resuenan en armonía, entonces, la razón simbólica que hace posible en mí elevar el mundo a la categoría de abstracción y lenguaje interior solo es posible si es embellecida a su vez por el sentir. La intuición estética es así un logro de la razón fecundada por la pasión, especialmente por el decano de los sentimientos: el amor (y sospecho que la luz es el traje de gala del amor). No hay belleza posible fuera del amor. En esto creo y por esto vivo y hacia ello ordeno mi vida intelectual y mi creación literaria. Esto es el fundamento de eso que he llamado idealismo simbólico.
Ahora vuelvo a aquel primer año de Letras, a las conversaciones con Lea mientras regresábamos en el autobús a nuestras casas, cada tarde, y me percato de que falta algo en la ecuación: inteligencia + dulzura + memoria. Ahora es tarde para compartir este hallazgo con mi amiga. La memoria es la clave. Existo en cuanto puedo recordar, y en tanto pueda hacerlo, puedo redimir el pasado en el invencible presente de mi eternidad interior, con lo cual siempre tendré la posibilidad de elegir la dulzura como el arco del que sale la flecha de mis cavilaciones. Dicho de otro modo, la memoria me permite traer el dolor del ayer al presente y redimirlo, transfigurarlo y volverlo luz. La luz, entonces, es la dulzura de la inteligencia, y la esperanza… Solo así puedo entender aquella hermosa sentencia de Lea: «El cariño es atemporal y ubicuo».
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