¡Ah!, la multitud, cuánto gusta del mercado, y solo al violento honran las almas serviles; en lo divino únicamente creen aquellos que también lo son. Friedrich Hölderlin

Cuando la decadencia es paulatina, no se nota su avance. Al suprimir el proceso, sin embargo, la diferencia entre los extremos es notable como cuando se comparan dos fotografías de un mismo lugar separadas entre sí por un largo lapso de tiempo.

Si se parte del romanticismo alemán y su filosofía del idealismo y se suprime todo el proceso hasta hoy, sobreviene la perplejidad cuando se  coloca el hombre contemporáneo al lado del genio romántico —no solo enunciado, sino vivido por Goethe, Schelling, Fichte, Schiller, Novalis, etc.—.

Fichte, en aquel final del siglo XVII, dibujó las bases de lo que sería el genio romántico: un hombre emancipado del racionalismo ilustrado y sus rígidas convenciones, un hombre libre para expresar con todo el caudal de su fuerza la potencia de su espíritu. El genio romántico fichteano entendía el acto de inteligencia como una opción libre de autorrealización, y no al revés, por lo que uno de los más célebres pasajes de Fichte cobra sentido aquí:

«El tipo de filosofía que uno escoge depende, pues, de la clase de persona que es, pues un sistema filosófico no es un utensilio muerto que pueda dejarse o tomarse según se nos antoje, sino que se halla animado por el alma de la persona que lo tiene. Un carácter flojo por naturaleza, o ablandado por la servidumbre de espíritu, el lujo refinado y la vanidad, un carácter torcido, no se elevará nunca hasta el idealismo» (Primera Introducción, 5).

El sistema fichteano enristra su lanza contra el dogmatismo del racionalismo ilustrado y hace despliegue de un vigoroso ethos en defensa de los valores morales, la libertad y la dignidad humana vinculados al deutsche geist (espíritu alemán), todo lo cual se expresaría más tarde con mayor resolución en el Discurso a la nación alemana (1807). La doctrina fichteana eleva el espíritu por sobre los barrotes de la naturaleza y la materia.

Con semejante fundamento no es de extrañar el misticismo de Novalis y Hölderlin, tan influidos por el pensamiento fichteano. Este yo fichteano que se construye a sí mismo —en choque contra un no-yo— evolucionó en el idealismo mágico de Novalis a un yo formidable constructor del mundo, casi un demiurgo platónico, pues, en el caso del poeta, es el intérprete de la lengua materna de la humanidad (la poesía), por medio de la cual la divinidad se conecta con lo humano.

Se trata de una generación de espíritus cuya fuerza era expresión poderosa de la libertad humana, incluso cuando —como en el Fausto, de Goethe— se equivocasen trágicamente en su elección. En tal sentido, el mundo, en general, y la naturaleza, en particular, eran un reflejo del espíritu humano, lo que queda sobreentendido en la humanización del paisaje, por ejemplo, en las pinturas de Caspar David Friedrich.

Desde la óptica de aquel idealismo filosófico que impregnaba todo el quehacer artístico del romanticismo alemán, el mundo era expresión indisoluble del espíritu humano, y del mismo modo que el cuerpo era el aposento del alma, el mundo era el aposento del alma universal, llamada así por los gnósticos, pero entendida como Dios por el idealismo cristiano. En todo caso, el mundo era, según Novalis, ese espacio donde el alma humana y el espíritu de la divinidad se rozan, por tanto, era actuado como posibilidad por el genio romántico.

El salto al siglo actual es casi insalvable: en lugar de aquel genio romántico apenas queda un hombre que llena las redes sociales con cientos de selfies de su yo espectacular. Solo queda recordar la advertencia fichteana: «Un carácter flojo por naturaleza, o ablandado por la servidumbre de espíritu, el lujo refinado y la vanidad, un carácter torcido, no se elevará nunca hasta el idealismo».

Lo que más temía el padre del idealismo subjetivo terminó haciéndose realidad dos siglos más tarde: el espíritu humano aniquilado entre el materialismo y nuevas formas de dogmatismo, que van desde los subproductos ideológicos hasta la casi infinita oferta de verdades personales incuestionables y la posverdad. El espíritu humano es finalmente otro producto de masas, también fabricado en serie. El hombre contemporáneo vive el espejismo de una libertad de espíritu que solo puede ejercer en el corral de la simulación que para ello dispone el sistema. Allí es feliz, pobremente feliz, insípidamente feliz, adocenadamente feliz.

Una felicidad auténtica, personal e irrepetible, luchada a pulso contra «el destino, esa vieja roca muda» que rebeldemente desafió Hölderlin en su Hiperión, no es posible sin el concurso de la belleza como vector generador del mundo por intermedio del genio del espíritu humano, y elevando ese mismo mundo hasta descoyuntar sus propias imposibilidades e incongruencias en otra expresión más elevada de sí, precursora de otras subsecuentes…

@ JeronimoAlayon


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