La literatura es, en ocasiones, el testimonio vaporoso de una frontera, la voz de un borde —no siempre ni necesariamente existencial—. Ello supone que el escritor es el habitante de dicho límite evanescente, y quizá no el único, pues sus fantasmas son otros pobladores de la comarca. Tal producción textual podría implicar, también, la intersección entre el sentido, la lucidez y la demencia.
La obra literaria podría ser, en tales casos, el grito en el lindero, justo antes de cruzar hacia donde nadie desearía hacerlo, con lo cual escritura y existencia vendrían a ser casi una misma cosa. La lectura de estos textos fronterizos suele ser inquietante y no pocas veces se tensan, hasta romperse, el texto y la vida. En Oraciones para un dios ausente (1995), por ejemplo, de la poeta venezolana Martha Kornblith, uno percibe el temblor existencial de su autora, allí, en el borde de sí misma:
¿No es apenas un peligroso instante
lo que sostiene nuestra cordura?
¿No depende la locura
de nuestra única, frágil cuerda?
¿No pende ella de un solo término
del preciso término,
aquel que nos salva
o nos condena?
Esta frontera, ya hemos dicho, es volátil. Resulta casi inevitable hablar de este tema sin pasearnos por la tan manida sentencia de Wittgenstein sobre los límites del lenguaje y del mundo. Quienes la citan, no obstante, a menudo olvidan que en el propio Tractatus lógico-philosophicus (1922) su autor nos advertirá que «el mundo es mi mundo» (§ 5.62) y que «el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo» (§ 5.632). Por consiguiente, el artífice de un texto limítrofe es al unísono borde del mismo y de su mundo, borde evanescente que cambia de coordenadas a cada instante. La expresión de tal convicción en Kornblith puede resultar desoladora:
Supimos que el delirio era
una forma de sostenernos
en los precipicios.
El tránsito por este lindero verbal, como se dijo, también entraña la intersección entre el sentido, la lucidez y la demencia. La obra literaria da cuenta de un singularísimo modo de mirar el mundo. Sentido y lucidez se conjugan en la construcción de una frontera que tendrá la particularidad de ser única para cada escritor, y también para cada lector. La soledad es el síntoma de todo borde metafísico. El problema surge cuando se comprende que tanto el sentido como la lucidez son evanescentes. El primero es la conciencia del límite y su trascendencia. La segunda es el abanico de posibilidades semánticas que es capaz de alcanzar el sentido, especialmente en sus modos más insospechados.
¿Cuál sería, por consiguiente, el mayor grado de lucidez? La trascendencia del límite. Cuando el autor consigue cruzar un lindero metafísico, su verbo vence la rigidez de la polisemia. El signo abandona su carácter anticipatorio para ascender del mismo impredecibles constelaciones de significados. La palabra, por tanto, deja de ser representación y adquiere la innumerable dimensión del símbolo y la alegoría. El último escalón de la clarividencia intelectual ya no es un discurso de frontera, sino de extramuros.
En este punto sentido y lucidez se cruzan con la demencia, entendida esta en cuanto que ausencia de discurso. ¿No es el discurso, sin embargo, una construcción lógica de la que participan tanto el productor como el procesador? Por consiguiente, ¿no es un modo de demencia la minusvalía procesual del lector? ¿Todo texto absurdo no seguirá siéndolo hasta tanto sea alcanzado por un intérprete apto? ¿Cuánta exégesis hace falta para regresar un no-texto de su absurdidad? La línea que separa la lucidez de la locura no solo es tenue, sino fugaz y, con el paso del tiempo, los textos que la habitan suelen moverse a uno y otro lado de la misma.
De Cioran se cuenta que una vez se extravió en París y cuando la gendarmería francesa le preguntó la dirección de su domicilio, escribió en una nota: «Monmatrè 16… Yo era Cioran… Sí, lo era… ¿O lo soy? ¡Vaya insistencia la mía! Es imposible saber por qué una idea se apodera de nosotros para no dejarnos ya». La policía catalogó de absurdo el escrito. Había, sin embargo, que haber leído al filósofo rumano a fin de entender el sentido de aquellas líneas. La voz de la frontera metafísica a menudo es críptica, iridiscencia simbólica que está reservada solo a quienes se atrevieron a salir de la caverna y dejar atrás la fantasmagoría del fuego y sus sombras.
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