En The Secret Life of Walter Mitty, dirigida y protagonizada por Ben Stiller, hay una escena que siempre me ha cautivado. Walter Mitty —que trabaja en la sección de negativos de la revista Life— ha extraviado el negativo que el gran fotógrafo Sean O’Connell le ha enviado para la portada del último ejemplar impreso de la revista, así que debe recorrer medio mundo persiguiendo al fotógrafo trotamundos con el fin de resolver el impasse. Finalmente lo alcanza en los Himalayas. Allí está O’Connell, esperando a que el leopardo de las nieves salga para dejarse fotografiar. Se trata de algo tan improbable que lo llaman ghost cat, el gato fantasma… pero ocurre.
El imponente felino finalmente sale de su guarida y O’Connell se queda arrobado, mirándolo. Walter, desconcertado, pregunta que cuándo hará la foto. O’Connell, sin quitar la vista del felino, le responde: «A veces no lo hago. Cuando me gusta un momento, en lo personal, no me distraigo con la cámara. Solo disfruto de estar, justo ahí, justo aquí». Y al cabo termina por decir «ya se fue». Luego sonríe. Justo antes de la escena, O’Connell ha soltado al vuelo algo que en sí constituye un fundamento de estética: «Las cosas hermosas no buscan llamar la atención».
Puede que parezca contradictorio, pero O’Connell, que sabía el precio exacto de un negativo valioso, sabía también el valor de vivir a fondo la belleza en el momento presente, tiempo único en el que es posible vivirla. Lo demás serán evocaciones o esperanzas, pero la vivencia de la belleza acontece en el presente. Hay, pues, una íntima consustancialidad entre la belleza y su presentismo.
La belleza no busca llamar la atención porque hay que descubrirla, a veces oculta incluso en medio de la ruina del mundo. Decía Salinas que la poesía debe cumplir tres condiciones, y una de ellas, precisamente, es dar cuenta de la belleza. Las otras son el ingenio y la autenticidad. Parece una verdad de Perogrullo, pero no es tan simple porque para dar testimonio de la belleza el poeta tiene que haberla intuido primeramente y luego haberse apropiado de ella sensorial e intelectualmente. No hay poema si la belleza no se convierte en eso que María Zambrano llamó «razón poética», si no se enseñorea de la racionalidad.
Vuelta lenguaje interior, la belleza del mundo regresa a este convertida en belleza verbal, y todo ello sin haber llamado la atención sobre sí. Cuando el gato fantasma se deja ver, allí están O’conell y Walter para intelectualizar su hermosura, cada uno a su manera. Sin ellos, la belleza del raro felino habría estado allí, igualmente. Somos la única maravilla sobre la faz de la tierra que tiene conciencia de lo bello y, por tanto, de su bondad.
Ahora bien, ¿cómo descubrir la belleza? ¿Basta con estar al acecho como O’Connell y Walter? No. Hay que entrenar la sensibilidad. La belleza no se mira con los ojos, se ve con el alma, y en el alma tiene que estar un registro previo de lo bello para ponerlo en resonancia con la belleza del mundo. Cuando la belleza del mundo y la belleza del alma se rozan surge la poesía. Por ello me parece tan significativo el final del parlamento de O’Connell: «Solo disfruto de estar, justo ahí [el mundo], justo aquí [el alma]». En ese fulgor surge la belleza del poema.
Pero seguimos hablando superficialidades porque desde siempre el alma del mundo y el alma del poeta se han tocado en ese destello de armonía, pero hay otro fulgor tan misterioso… el roce de dos almas bellas, entendiendo por alma bella lo que uno de los artífices del idealismo alemán, Friedrich Schiller, dijo —dejemos aparte las, para mí, cuestionables consideraciones de Hegel y Nietzsche—: que un alma bella era aquella en la que habita una moralidad del corazón más que del deber, aquella en la que habita un sentimiento moral. En otras palabras, un alma bella es aquella en la que la sensibilidad estética concuerda con la razón y la ética.
En el roce de dos almas bellas hay otro fulgor… distinto al de la poesía consustanciada entre la belleza del mundo y la del alma. Es un destello que alcanza al mundo en formas insospechadas pero supremas. Si en el roce entre la belleza del alma y la del del mundo surge la poesía, en el roce de dos almas bellas brota una luz que se revela en el poema en giros inéditos del lenguaje y alcances simbólicos sin precedentes.
De este roce brota una ontología del lenguaje poético renovada… Salinas es un buen ejemplo de ello. Del roce de esas dos almas que fueron él y Katherine Whitmore, surgió una de las más insignes cimas de la poesía amorosa española. Hay muchos ejemplos que podríamos citar como, por ejemplo, la relación entre Werner y Novalis que tanto potenció la obra de este. Cada vez que hablemos de una influencia tocada por el contacto personal, tendremos que sospechar un roce de almas bellas.
En lo personal, estoy convencido de que una parte esencial de la poesía evoluciona en el marco de este fenómeno del roce de las almas bellas. En definitiva, tenemos el encuentro de dos almas, la del mundo y la del poeta, produciendo poesía; y luego la comunión de dos almas bellas provocando el salto ontológico del lenguaje poético. Una y otra forma de roce producen un destello insólito porque la poesía y sus múltiples posibilidades textuales siempre son un fulgor, una incandescencia de la pasión que cruza por todo el medio de la razón y sigue en dirección hacia la bondad, una bondad vertida finalmente en el seno del mundo.