Al hablar de lo divino, al creyente no le conviene otra cosa sino repetir, en algún modo, el gesto ordenado por Yahveh a Moisés en el monte Horeb, ante el espectáculo de la zarza que ardía sin consumirse: “No te acerques aquí; quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Éxodo 3, 5). Frente al Absoluto la actitud primaria es: reconocimiento y adoración.
Para el ser humano la cuestión o problema de lo divino es inseparable de su historia, en las muy diversas formas o maneras en que su realidad se ha alcanzado (sentimiento, razonamiento, revelación) interpretado (mito, explicación, encuentro), recibido (rechazo, indiferencia, indecisión, aceptación) o expresado (explicita, implícitamente). Como planteamiento ha sido, en todo caso, ineludible.
Entre las posiciones identificables en los últimos siglos destacan, junto a las afirmativas claras de Dios (como único, personal, creador y remunerador), otras como la del Iluminismo, para el cual Dios resulta más bien insignificante, en cuanto crea el mundo y se ausenta. Entre ellas insurgen negaciones beligerantes como la del marxismo, el cual, en la línea de Feuerbach, considera la religión una ilusión pero muy dañina, a la cual es preciso desterrar; para el positivismo lo religioso resulta también una fantasía, que, como crédula ignorancia, la ciencia se encargaría de deshacer. Pero la lista incluye igualmente batalladores como Nietzsche o Sartre, que tomaron el ateísmo como obligante empresa guerrera. Y hoy, en tiempos de revolución cultural, ideologías como la woke, la cruzada de la cancelación, el manual de corrección política y otras novedades, antes que atacar a Dios directamente tratan de desacreditar o borrar a los creyentes y deshilachar lo que éstos interpretan como obra divina: un cosmos estructurado por el Creador y una humanidad llamada a la comunión universal. Lo cierto es que no es fácil zafarse del problema. Y también que a su sereno y constructivo planteamiento no ayudan belicosos fundamentalismos propugnados por teísmos intolerantes.
En los comienzos del siglo XVIII, el filósofo alemán Leibniz publicó la obra Ensayos de Teodicea (término griego éste que une Dios y justicia), en la cual defiende la afirmación creyente frente a objeciones que se suelen plantear respecto de la bondad divina, la libertad humana y el origen del mal. Busca, pues, una justificación de Dios frente a dificultades específicas. Reflexionando sobre éstas me viene a la mente el rechazo marxista de Dios, como ilusión adormecedora del trabajador explotado en su esfuerzo por liberarse, alienando en esta forma lo mejor de sí mismo en la espera de una felicidad ultraterrena. Esta contraposición entre lo que interesa al hombre y el reconocimiento de Dios me trae a la mente la afirmación del escritor y mártir cristiano Ireneo (+200), quien en una obra suya contra herejes afirma: “La gloria de Dios es que el hombre viva”. Cabe uno imaginarse entonces que publicaciones como la de Leibniz pudieran cambiar ese título por el de Antropodicea, en el sentido de que Dios es el soberano defensor del hombre.
En la situación contemporánea, frente a graves desafíos culturales, entre los cuales se manifiesta una patente desestructuración antropológica y un vaciamiento humanístico, acompañados de radical relativismo ético y utilitarismo económico-político, urge poner de relieve el fundamento sólido trascendente de la dignidad y el destino del ser humano y de su comunidad histórica. El Dios creador y providente de la revelación judeo-cristiana no es celoso competidor del perfeccionamiento humano, sino, antes bien, fuente animadora de la existencia y el desarrollo integral y definitivo del hombre. La intuición de Ireneo cobra plena actualidad.
El Dios revelado por Cristo se muestra como el verdadero y supremo defensor del hombre, de su dignidad y derechos inalienables. Lo ha creado inteligente y libre, social y responsable, con un imperativo central que es el amor y un horizonte definitivo de su quehacer temporal: la comunión humano-divina perfecta. Dios no es un absoluto personal solitario, sino intercomunicación de vida, Trinidad, que por amor ha creado a la humanidad y ha historizado a su propio Hijo.
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