Las grandes elevaciones del alma no son
posibles sino en la soledad y en el silencio.
Arturo Graf
Como brizna de polvo suspendida en el haz de luz. Así me veo desde hace años. La soledad, mi soledad, no es un estado… es mi ser y me conforma desde que decidí emprender el viaje hacia lo más alto de mí. Sospecho que el epígrafe que encabeza este escrito habla de otra soledad, de la de aquel que se aísla para regresar renovado al tumulto de la calle. En mi caso, no hay regreso porque no hay ida: soy.
Lo que busco no está en el ruido ni en el carnaval de luces. Lo que busco está en un lugar al que no se llega en manada, sino solo y exhausto pero satisfecho. Eso que llamo belleza absoluta y que está en la luz más alta no es una categoría ontológica del mundo que contemplan mis sentidos, sino una intuición intelectual que alcanza las cotas de la intuición estética. Es una cima del alma, pero a ella debe corresponder el hallazgo de su reflejo en el mundo, pues la soledad, tal como la vivo, no excluye a los otros, si bien pueda haber en ella cierta exclusión de mí por parte de los que comprendan poco o nada lo que soy.
En consecuencia, suelo vivir en la postergación que hacen de mí los demás, y admitir esto no entraña el coraje que algunos supongan. Por supuesto, esa posposición termina significando para mí una soledad física y moral, y algún tipo de sufrimiento que con la edad he ido aprendiendo a metabolizar. Uno aprende a quedarse solo, una de las lecciones quizás más difíciles de la vida, puesto que hay que separar la paja y el trigo, el dolor y el aprendizaje, para entender que con la edad se va adelgazando la manada y vamos siendo cada vez más dueños de nuestro «yo».
Esta soledad, no obstante, es la trivial y la más cansina, la que todos repiten como loros de circo, la del estar solo; pero yo hablo de otra, la de ser solo, una condición ontológica que nos distingue de los demás del mismo modo en que rápidamente vemos el lirio entre las gramíneas. Esa condición —siempre nueva y siempre manando en el alma como río incesante en cuyo légamo está la esencia de todos los ríos y, sin embargo, no por ello menos auténtico cuanto más hondo y silencioso se hace— es la que nos define en nuestra más elevada humanidad.
Mi soledad es un nosotros rotundo. No necesito el mundo porque llevo el mundo dentro. Y en mí puedo alcanzar todos los tiempos y su eternidad. En esa cima interior a la que aspiro puedo estar sosteniendo la mano de Mumtaz Mahal aquel fatídico 17 de junio de 1631 y sentir en ella toda la desolación que se trocará en Taj Mahal, solo si me alzo hasta la luz más alta que sea posible en mí. En algún lugar de mi interior están todas las (im)posibilidades del ser y su factibilidad porque soy un fractal de la eternidad.
Así que la soledad ontológica no es una categoría, sino la más elevada condición de lo humano a punto de trascender, es el vórtice mismo de su trascendencia. Alcanzamos la luz más alta en la más absoluta soledad plural, esa en la que siendo más que nunca «yo» porto en mí más que nunca la resonancia del «nosotros». Quizás amar a la humanidad entera en alguien sea un modo cercano a esta trascendencia, pero altamente riesgoso, pues en cada postergación que nos hacen, también muere en nosotros algo de esa humanidad.
Y ahora que digo amar, es la esencia de esta soledad ontológica. No se escala la cima más elevada de la eternidad interior sin amar, y el amor trascendente es un inevitable viaje a los otros. Hoy, cuando se habla tanto de amarnos a nosotros mismos, solo hablamos de amor inmanente, un amor minusválido que no nos llevará más allá de las fronteras del ser. Es un amor para servir y comer en el desayuno, pero no sirve para alzar la nariz de nuestra alma. Si queremos mirar a la luz más alta, ella tiene el nombre de los otros, ella es un nosotros latente. Y quien no sabe amar a los otros no sabe amar por mucho que se ame a sí mismo.
En mi caso, esa cima tan alta tiene el nombre de la belleza que ansío y busco casi con desesperación, una belleza que sea la suma de todo cuanto es y puede ser condensado en una sola palabra. El todo en una palabra. Una palabra que no cabe en el mundo y huye de los diccionarios. Una palabra que me llama con insistencia desde los otros. Una palabra que será, paradójicamente, la aniquilación de todo discurso porque una vez hallada ya no necesitaré de más vocablos, se habrán desatado los límites del verbo y seré solo lenguaje de luz, una luz innumerable. Todo cuanto escribo es un presentimiento de esa luz, de esa palabra, de esa soledad plural…
Como brizna de polvo suspendida en el haz de luz, siempre en ascenso y siempre en movimiento, siempre eco del todo y de todos. Una brizna de luz que un día recibió en su nombre el de toda la humanidad, y escribo para resolver la intuición que me hace posible: tú. Tú eres el viaje a mi cima, el nombre de mi eternidad. La humanidad en cada tú. Un tú infinito en mí.
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