En Génesis 1, 3 leemos: «Dijo Dios: “Hágase la luz”, y la luz se hizo». Es el lenguaje demiúrgico de los dioses. En los mitos cosmogónicos solemos encontrar este mitema, el de las deidades que crean nombrando. Los pueblos antiguos se hallaban muy cerca de esta concepción y, por tanto, estaban convencidos de que el verbo humano tenía esencia sagrada, así pues, al nombrar recreábamos y resonábamos con alguna suerte de fonética divina cuyo eco se presentía en los himnos sagrados.
Con el paso de los siglos nos fuimos alejando de tal concepción, y el habla vino a ser menos ejecutiva y más enunciativa, también más secular. El verbo dejó de tener aquella aureola hierática y se hizo sintaxis pragmática. Perdió una dimensión simbólica en la que habitaba cierto misterio que facultaba el prodigio para ganar otra en que las palabras señalan, casi sin ambages, el mundo. Nuestro lenguaje es ya poco indiciario.
Podría afirmarse que un estadio de dicho viaje es el de la pornografía verbal, antípoda del sigilo discursivo. No ha quedado casi ni un resquicio para velar la semiosis y la comprensión. Todo lo decimos y lo publicamos, desde lo que pensamos o sentimos a lo que hacemos, por insignificante que sea para los otros. Hay que desnudar la palabra sin pudor. ¿Para qué insinuar y jugar con los sentidos si podemos ser simples y directos? Por supuesto, son generalizaciones y, como tales, encierran algo de falsedad e imprecisión…
En todo caso, nos hemos alejado del misterio, del prodigio y de lo simbólico. A pesar de ello, seguimos sintiendo atracción por aquel lenguaje enigmático de los demiurgos. Pocas frases modernas concitan tanto interés como el parágrafo séptimo del Tractatus, de Wittgenstein, o la apocalíptica afirmación sobre la educación del exrector de Harvard Derek Bok, o la anfibológica sentencia final del príncipe Hamlet. El enigma es fecundo y otorga al verbo una potestad creadora, quizás ya muy distante del «fiat lux» genésico, pero aún próxima a la generación de un sentido vital por medio de las palabras, como hizo Gandhi.
También tiene el verbo un poder erosivo. La difamación quizás sea su expresión más antonomástica. No hay lugar para lo mistérico-simbólico en el discurso difamatorio. En él todo es falsedad. Hay cierta vocación de autenticidad en el misterio, pues suele ser el sagrario que protege lo valioso y verdadero. La calumnia no es metáfora, sino ruina del enigma, y este es la sede de lo poético. Tal vez por ello la poesía estuvo alguna vez tan cerca de las artes hieráticas.
Nuestra época pareciera estar ayuna de aquel carácter demiúrgico que hace mucho habitó en el lenguaje, pero damos la impresión de no querer unir voluntad e inteligencia a fin de hacer algo al respecto. Todo indica que nos conformamos con delegar el asunto en el demiurgo único, el gran líder, el uno todopoderoso que nos soñará al modo del «fantasma soñado» del relato borgiano. Era previsible suponer que renunciando al poder creador del verbo terminaríamos facultando a alguien más para que fecundara el tiempo y el espacio en lugar nuestro. ¿Importa acaso si lo llamamos tirano, Estado o sistema? Ya no somos el eco de lo divino… o al menos eso creemos.
Quedan, sin embargo, pequeños rescoldos de aquel lenguaje portentoso según el cual decir y hacer eran una misma cosa. No todo es ceniza y viento. Aquel «fiat lux» sigue escuchándose hoy, solo que convoca una refulgencia más modesta. En ocasiones, cuando voy camino a mi salón de clases en la Universidad Central de Venezuela, alcanzo a oírlo tenuemente. Unas veces está en los labios de algún estudiante y otras en los de un docente o empleado de nuestra alma mater. Incluso puede aparecer subrepticiamente en un grafiti.
El misterio toma formas tan extrañas que algo nos dice que es trono de la belleza. Ayer recogí en mi casillero de la Facultad mi comprobante de estimación de ingresos del año 2020. Quedó allí desde poco antes de la cuarentena por covid. Lo sorprendente es que fue impresa en una hoja que por el reverso tiene una proclama de la Federación Internacional para la Música Coral, fechada el 13 de octubre de 1991, en la que el maestro Alberto Grau pide que sea leída al inicio de los conciertos del Día Internacional del Canto Coral (13 de diciembre). Tres décadas después llegó a mis manos. Comienza así: «Cantad, coros del mundo / Que vuestra voz lleve manantiales / donde arden las hogueras / Que vuestro canto ponga rosas /donde hay campos de batallas».
Mientras leía la proclama del maestro Grau, recordaba aquello de «Dicebamus hesterna die» («decíamos ayer») de fray Luis de León, en alusión a su última clase cinco años antes de su presidio, y lo de «el tiempo es una invención de los relojeros», que en su día escribiera nuestro José Antonio Ramos Sucre. Por un momento experimenté cierta relatividad temporal que es intrínseca al misterio —la temporalidad del símbolo quizás pertenezca más a la eternidad que al tiempo—, y en aquella presentí la belleza del sigilo.
En este momento sostengo entre mis manos ese amarillento papel de 1991, con su tinta desvaída de antigua impresora matricial. Hay tantos indicios que me son relevantes en su contenido y en las tres fechas que involucra… Me pregunto dónde sobrevivió esta hoja durante treinta años antes de ser reciclada y por qué llegó a mí tan cargada de resonancias…. Y mientras lo hago, termino de escribir esto a la una de la madrugada del 13 de octubre de 2022. Seguramente alguien se estará preguntando por los indicios… Son míos, y son hermosos en su silencio adentro de mí. No necesitan desnudarse ante el resto del mundo. Mucho menos cuando el tiempo es su atuendo sagrado.
jeronimo-alayon.com.ve