Los que estudian el lenguaje pronto se familiarizan con el hecho de que toda lengua es un inventario de signos convencionales. Eso está claro desde que Ferdinand de Saussure caracterizó el signo lingüístico en su Curso de lingüística general, y es cierto, aunque no del todo. La convención social apenas atañe a la superficie de la relación significante-significado. Usted y yo coincidiremos en que si decimos «casa», «maison» o «house» (según que hablemos en español, francés o inglés), queremos significar una ‘edificación en la que habitualmente moramos’, pero ¿cuál? ¿Estamos de acuerdo en la especificidad o solo en los rasgos generales del concepto?
Le propongo un juego que no es más que una variación lúdica del ejercicio wittgensteiniano del escarabajo. Busque un objeto de valor sentimental para usted. Colóquelo frente a sí y tome papel y lápiz. Del lado izquierdo escriba el nombre de la cosa y a la derecha dibújela. Si ha leído el Curso de Saussure, sabrá que a una parte de la hoja tiene el significante y a la otra el significado. Falso. Eso es solo una ilusión pedagógica, como tantas otras… Ambos son significantes, uno codificado en letras y el otro en una imagen, no muy distinta, por cierto, de los pictogramas con que se suele enseñar a leer.
Sigamos jugando. ¿Qué tanto se parece su objeto a la imagen con que lo codificó?. Sí, ya sabemos que la mayoría no somos dibujantes consumados. Imaginemos que usted sí lo es… un diestro dibujante hiperrealista y su pictograma es exacto. ¿Lo es realmente? Seamos más osados. Abra la cámara de su teléfono y fotografíe la pieza en cuestión. Ahora sí, ¿verdad? Tiene una figuración idéntica de aquella… ¿En serio? No dudo de la capacidad de su aparato, solo que… la representación fotográfica sigue estando tan vacía semánticamente como su pictograma… para mí. ¿Se entiende el punto? Nunca nos pondremos de acuerdo sobre la semiosis profunda del elemento elegido.
Sigamos jugando. Usted no se rinde e insiste en explicitar los pormenores que hacen del objeto un hecho significativo en su vida. Supongamos que está asociado a la pérdida temprana del padre y que ambos hemos vivido dicha experiencia en contextos sociohistóricos disímiles. ¿Cree que eso haría que su pieza tenga idéntico significado para mí? No lo creo. Quizás yo entienda que tiene cierto valor y, sin embargo, este me seguirá resultando ajeno. Lamento decirlo: usted se halla a solas con su significado profundo… Nadie más lo interpretará igual, y eso nos hace únicos. Ese es, a un mismo tiempo, el sentido y drama de todo leguaje humano: que funge como esfuerzo para sortear el abismo semiótico, pero al cabo nos deja solos… en el silencio.
La frase más citada del Tractatus de Wittgenstein (§5.6: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo» ha sido tanto más sobrevalorada cuanto más se la ha desvinculado del final de aquel. Tendría que haberse leído a renglón seguido del parágrafo 7: «Aquello de lo que no se puede hablar, hay que hacer silencio». Por consiguiente, sigue siendo el lenguaje una frontera del mundo contemplado, aunque en su dimensión afásica: casi todo idioma humano implica un mutismo.
Otorgamos, y con razón, tanta autoridad a la palabra que olvidamos el silencio que la instaura y conforma. Quizás un buen ejercicio, en el juego social del lenguaje, sea escuchar los silencios… más que las palabras. Aquellos constituyen el genuino límite del mundo contemplado. No somos lo que decimos, sino lo que callamos. Hablar, no pocas veces, es una insurgencia contra la propia privacidad. La realidad, lo sabemos, es una construcción semántica, no la que percibimos. Por ello infunde pavura lo desconocido, porque no ha sido domesticado por el signo lingüístico. Es probable que nada aterre tanto como la incapacidad de nombrar algo… saber que lo inefable es una factibilidad.
Nos servimos del habla para comunicarnos, lo cual favorece la integración humana, pero ¿es suficiente? Apenas compartimos la superficie de los significados, su generalidad. El Diccionario de la lengua española en su última edición recoge diecisiete acepciones para la palabra casa y, sin embargo, en cualquiera de estas solo nos pondremos de acuerdo en lo general. El significado profundo es personal y, por ende, único. No hay manera de que dos mentes puedan compartirlo. En ello reside buena parte de los equívocos y la justificación de la teoría de la relevancia de Sperber y Wilson.
Es el silencio el legítimo límite del cosmos. De él se deslindan el fiat del Génesis y el coloquio creador de los dioses del Popol Vuh… la palabra actuante. Nuestra líquida modernidad se ha ocupado resueltamente en propugnar el cisma entre verbo, cosa y acción. Ha hecho de aquel un menesteroso. Ya no queda margen para el prodigio. Las palabras apenas representan el mundo y la actitud ha venido a ser el sucedáneo de toda voluntad creadora. Casi nadie recuerda el poder simbólico del nombre que le fue otorgado al nacer. Pese a ello, el silencio sigue rampante en los linderos de cada lenguaje humano… De él venimos y hacia él vamos…
La aventura humana no es otra que la de tender puentes semánticos en la superficie de los significados para cruzar sobre el abismo semiótico, explorar un mundo en cuyas profundidades significativas yace la esencia de cada cual… aquella entidad que lo hace único y de la que otros apenas podrán tener una muy vaga idea. Si el lenguaje no fuera el problema fascinante que es, no se habrían ocupado de él los filósofos desde los albores de la humanidad hasta el día de hoy.
Del silencio venimos y al silencio volvemos… Quizás convenga contemplarse en otra posibilidad comunicativa más expansiva. Nada está perdido en aquel. Cuanto callamos existe de un modo diferente del que dan cuenta las palabras… más vital. Todo crece con inusitada fuerza en el sigilo. En los callados reside la inédita potencia del futuro.
jeronimo-alayon.com.ve
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