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Constitución

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Democracia y Constitución se solapan en tres puntos esenciales: 1) la relación entre democracia y legalidad (Estado de derecho), 2) la definición de la Constitución democrática, 3) la refriega entre democracia y poder constituyente.

1) La idea de democracia significa soberanía sin límites de la voluntad popular. Este principio implica que el pueblo no puede ser comprometido con leyes que ha hecho: la propia soberanía lo autoriza a deshacer el compromiso, según textos de Aristóteles, Spinoza, y Rousseau. Pero ¿existe entonces una negación del Estado de derecho, y se puede dar el nombre de Constitución a un tal régimen legal? Aristóteles plantea la cuestión, Montesquieu y Kant cortan por lo sano: el poder del pueblo no es la libertad del pueblo, la democracia es en esencia despótica. Todo un pensamiento se constituirá a partir de aquí, que verá en la forma constitucional, es decir, en las leyes, una defensa contra el absolutismo inherente al poder de las masas.

El pensamiento democrático responde con varios registros: el principio de la democracia es la libertad; la democracia constituye los derechos, los cuales son poderes, hacen ciudadanos (Aristóteles, Rousseau); los contemporáneos se dedicaban a mostrar que la democracia es producción y declaración de derechos (Castoriadis, Habermas, Lefort).

2) ¿En qué sentido podemos hablar de una Constitución democrática?  Esta cuestión vuelve a preguntar si la democracia es una forma constitucional. La pregunta cambia de postura según el cuadro histórico.

Para el pensamiento antiguo, la cuestión de la Constitución es equivalente a la de régimen.  Dos cuestiones permiten abordar el tema: el de la tipología (¿cuántas formas constitucionales hay?). Y la del mejor régimen (¿qué rango ocupa la democracia en una jerarquía de constituciones?). En Aristóteles, estas dos cuestiones convergen, respecto a la democracia, en un juicio ambivalente: la democracia está en una relación de casi identificación y al mismo tiempo está en oposición con la Constitución por excelencia, la Constitución equilibrada que él denomina simplemente plotéia.

Rousseau retoma la cuestión introduciendo la distinción fundamental de la soberanía y el gobierno. La Constitución (noción aparejada, en adelante, a la de cuerpo político) es la articulación entre el principio de soberanía y la forma de gobierno. No hay soberanía legítima que no sea popular, esto es lo que significa la afirmación según la cual “todo gobierno legítimo es republicano”, y aquí republicano equivale a democrático. Pero esta forma de gobierno, como tal, si es idealmente democrática puede muy bien tomar otras formas. La disyunción entre soberanía y gobierno introduce una grieta en el concepto democrático de ciudadanía que, en adelante, deviene en el objeto de un cuestionamiento decisivo.

3) El pensamiento político moderno, tras la cuestión de la técnica jurídica de la Constitución, plantea la del poder constituyente, entendido como la potencia de instituir la sociedad, cuyo efecto es la Constitución. Una vez más es Rousseau quien hace surgir el problema, figurado en él por el mito político del legislador. Rousseau diseña, a la vez, el momento de la fundación y el lugar paradójico de la Constitución que hace posible el ejercicio de la soberanía: “El legislador es en todo respecto un hombre extraordinario en el Estado. Si lo es por su genio, no lo es menos por su cargo. Esto no es, en modo alguno, magistratura, tampoco es, en absoluto, soberanía. Este cargo, que constituye la república, no entra en absoluto en su constitución” (El contrato social, libro II, cap. VII). Sieyès reiterará esta distinción como la del poder constituyente y el poder constituido.

La historia (historia, a la vez, constitucional y revolucionaria) producirá la distinción entre asamblea constituyente y asamblea legislativa.  Este capítulo, respecto al poder constituyente, sigue abierto y es objeto de debates importantes, pues tiene mucho que ver con el concepto de soberanía, destacado por Bodino. La pregunta decisiva es: ¿tiene algún límite el poder constituyente, o es un poder absoluto, el inherente al pueblo? El poder constituyente ¿es, en efecto, supraconstitucional? ¿Sobre cuáles bases comiciales se convoca? ¿Es espontáneo o alguien lo convoca? ¿Es el poder constituyente un primun ontológico? Pero, ¿y los derechos humanos, que son irrenunciables, universales, intransferibles y que van más allá de las legislaciones y disposiciones de los Estados? Para unos, los extremistas de izquierda, el debate está cerrado. Para otros, este primun ontológico (lo que es o existe) es un regreso al absolutismo, trátese de una monarquía, de un cuerpo (Aristóteles) o de una multitud. O un pueblo. En el lenguaje de Aristóteles, “en el caso de un festín, son los comensales y no los cocineros quienes juzgarán mejor”. ¿Los comensales? El pueblo. ¿Los cocineros? Los constituyentes. Recordemos memoria, Venezuela.

A finales del siglo XVII se produjo en Holanda y en Inglaterra, una serie de transformaciones políticas que comenzaron a limitar el poder de la monarquía absoluta. Al mismo tiempo, las ideas ilustradas dieron lugar, en muchos países, a un conjunto de experiencias reformistas conocidas con el nombre del despotismo ilustrado.

El absolutismo es la denominación de un régimen político, un período histórico, una ideología y una forma de gobierno o de Estado (el Estado absoluto), propios del Antiguo Régimen, caracterizados por la pretensión teórica (con distintos grados de realización en la realidad) de que el poder político del gobernante no estuviera sujeto a ninguna limitación institucional, fuera de la ley divina. Pero, el renacer de la idea democrática ateniense, condujo, junto con las condiciones socioeconómicas intolerables (vasallaje, derecho de pernada y otros), a la Glorious Revolution (1642-1680) y las revoluciones inglesas.

En efecto, desde la edad media en Inglaterra el poder real estaba limitado por la acción de las dos cámaras del Parlamento: la de los nobles y los clérigos (Lores) y la de los burgueses, representantes de las ciudades (Comunes). Los monarcas necesitaban su autorización para el cobro de impuestos o declarar la guerra…Oliver Cromwell, el principal impulsor del cambio político, acabó transformando la república en una dictadura militar. En 1660, tras la muerte de Cromwell, el Parlamento restableció la monarquía.

Carlos II, el nuevo rey de Inglaterra, tuvo que aceptar el control del Parlamento que en 1679 votó a favor del hábeas corpus. Este texto garantizaba las libertades individuales e impedía al rey toda atención arbitraria. En 1689, una segunda revolución acabó definitivamente con la monarquía absoluta de los Estuardo y el Parlamento ofreció la corona a Guillermo de Orange. Inglaterra fue, pues, el primer país que tuvo una monarquía de poder limitado: el soberano estaba condicionado por el Parlamento, que elegía al primer ministro entre sus miembros. Los poderes ejecutivos y legislativos estaban separados y un tercer poder, la justicia, era independiente.

Casi 100 años después, escribía Rousseau en su Contrato social: “¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué todos desean constantemente el bien de cada uno, si no es porque no hay nadie que no piense en sí mismo al votar por el bien común? Esto prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que la misma produce, se derivan de la preferencia que cada uno se da, y por consiguiente de la naturaleza humana; debe partir de todos para ser aplicable a todos, y que se pierde su natural rectitud cuando tiende a un objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe”.

La naturaleza humana, de donde deriva el derecho natural y, de este, los modernos derechos humanos, hoy vulnerados por las fuerzas represivas del régimen dictatorial, absolutista, que impone ese “cuerpo de tres miembros integrado por el Ejecutivo (Maduro), la constituyente (Delcy Rodríguez) y las armas (Padrino López).

¿Hemos retrocedido 220 años en materia de democracia y libertades, de derechos humanos? Temo que sí.

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