De la educación de la memoria en la belleza (II)
Viena, domingo 29 de junio de 1890.
Querida Évangéline:
He besado tus líneas una docena de veces sin que por ello se vea menguada mi emoción. Intuyes bien el sentido de la opera trabalis al decir que su razón de ser es el arco adintelado. Así, por ejemplo, si miramos las ruinas del templo de Agrigento sin su arquitrabe, es fácil percatarse de que la ausencia de este le resta armonía al conjunto.
Te prometí en mi epístola pasada ahondar en la razón que hace de estas cinco obras mi opera trabalis, a saber: el Dante y Beatriz a orillas del Leteo, de nuestro infortunado amigo Cristóbal, la Sinfonía inconclusa, de Schubert, los Himnos a la noche, de Novalis, el Triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo, y la Divina comedia, de Dante.
De una parte, el fundamento ontológico que en el tiempo une dichas composiciones es, a mi juicio, un pulso órfico, la lucha entre la claridad de Eros y la oscuridad de Thánatos. El principio estético, por otra parte, apunta a una relación entre el fondo y la forma en extremo tirante, como si la tensión ontológica por escalar la luz contra la muerte se hubiera trasladado a la materia de las obras. No de otro modo podría el logos de estas comunicarnos el logos del universo con el cual dialogan.
En la Divina comedia, Dante desciende al infierno guiado por su maestro Virgilio. No se trataba entonces de salvar a Beatrice de aquel Hades —a la manera de Orfeo—, sino a sí mismo. En el ascenso de las tinieblas a la luz, Dante va purificándose en la contemplación del dolor ajeno, espejo de su extravío personal. Cuando se encuentra con su amada en el canto XXX del Purgatorio, esta le pregunta: «¿Cómo te has hecho digno de subir a este monte?». De seguidas, él mira su reflejo en las aguas del Leteo y, como un Narciso invertido, siente tanta vergüenza de sí reconociendo la imagen de un alma muerta por la liviandad que aparta la vista. Solo Beatrice lo podrá salvar… Eros y Thánatos…
Esto, exactamente, es lo que ha captado nuestro fiel amigo Cristóbal. En su óleo podemos ver que Dante es el único en la composición que adolece de materia etérea, y no porque no esté aún en el reino de los muertos, sino porque su alma no ha reparado su amor desaliñado por Beatrice. Él, sin embargo, desea consumirse en ella eternamente y avanza de su brazo decidido a cruzar el Leteo para extinguir la memoria de sus faltas. De una parte, Thánatos tira de su alma. De la otra, Beatrice alza su espíritu.
En la Sinfonía inconclusa, de Schubert, tenemos una obra cuyo autor decidió dejarla inacabada por alguna razón inescrutable. Está compuesta en si menor, lo que le otorga un aire melancólico y tanático acentuado por la apertura de los violonchelos y contrabajos. Casi inmediatamente, no obstante, surge el contrapunto órfico: llega la luz en las cuerdas de las violas y violines. ¿Acaso, querida mía, se pueda hacer mejor alegoría de la muerte que por medio de una sinfonía trunca? En esta obra, sin embargo, la muerte no es el triunfo de las sombras sobre la luz…
Quizás nadie haya sabido representar la lucha entre Thánatos y Eros como Novalis. Habiendo perdido a su amada Sophie, fue a visitarla a su tumba. Allí vivió la Sophieerlebnis (experiencia de Sophie), que sería la génesis de los Himnos a la noche y que él relataba así en su himno tercero:
En nube de polvo se convirtió la colina,
a través de la nube vi los rasgos glorificados de la amada.
En sus ojos descansaba la eternidad.
Cogí sus manos, y las lágrimas se hicieron un vínculo
centelleante, indestructible.
Pasaron milenios huyendo a la lejanía, como huracanes.
Apoyado en su hombro lloré,
lloré lágrimas de encanto por la nueva vida.
Fue el primero, el único sueño.
En sus Himnos, Novalis simboliza el pulso órfico entre Thánatos y Eros en las antinomias luz-oscuridad, día-noche, vida-muerte, que él resuelve en esa maravillosa imagen del «sol de la noche», es decir, la luz de la amada que desde el seno de la muerte lo invita a ascender con ella al Absoluto, al «sol de todos… / el rostro de Dios». Quizás parezca paradójico, querida mía, pero el «cielo de la noche» es por el que Novalis siente «una fe eterna, una inmutable confianza», pues ese cielo es la amada. Aunque la noche simbolice la muerte, la amada (sol de la noche) simboliza la muerte de la muerte, la resurrección.
Esta es la razón de ser del viaje de los poetas órficos: caerse del mundo, muy lejos de sí mismos y de la vanidad… llevar a cabo la expedición de Orfeo, Dante, Alfeo y tantos otros, desde el abismo de lo humano hasta la alteza de la solitaria luz del logos absoluto: la metáfora perfecta e inefable.
Nos queda El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo, un lienzo extraordinario que pareciera pintado a propósito de los Himnos novalisianos. El cielo del óleo está dividido en dos: una parte oscura y la otra iluminada. Sobre esta última, cuatro aves vuelan, único símbolo de la vida emancipada del dominio de la muerte. Hay otros dos pájaros posados que velan el deceso de sus respectivos condenados.
Toda la composición es un grito de horror causado por la personificación de la muerte (decenas de esqueletos). Solo dos amantes parecen sustraerse de tal pavura en la esquina inferior derecha del cuadro: él toca el laúd y canta mientras ella le sostiene la partitura. Al pie de ambos reposa una flauta transversa. Atrás de ellos, sin embargo, la Muerte los escolta acompañándolos con su viola, como si Brueghel nos dijera que únicamente el amor puede retarla.
Querida mía, estas cinco composiciones, junto a tantas otras que no alcanzaría a describir en una sola carta, conforman mi opera trabalis. Cada cual irá descubriendo la suya, de tal modo que no habrá dos obras arquitrabadas idénticas. El tiempo —del que hemos dicho que es su verdadero artífice— va delineando en todos la propia conforme a cómo haya sido educada la memoria en la belleza.
En mi caso, recibí desde muy niño una educación en la que se atendió por igual la música, la literatura, la pintura y los idiomas, como corresponde a esta Viena finisecular. Mi memoria, por tanto, está entrenada para reconocer en las obras de estas artes cierto logos y cierta armonía que subyacen a ellas.
Ahora bien, ¿por qué el fundamento ontológico de mi opera trabalis es el pulso órfico entre Eros y Thánatos? Es un misterio que aún debo desentrañar. Lo mismo que las cosas mudas tienen su logos que habla un lenguaje sin palabras, nosotros también poseemos una razón de ser que debemos escrutar hasta descifrarla, de modo que entendamos en cuál flujo de humanidad discurrimos.
Temo, querida mía, que deba despedirme, por fortuna solo hasta nuestra próxima misiva. Esperaré ansioso el momento de volver a entintar mi pluma para escribirte unas líneas, seguro de que, mientras llega, la belleza de la vida escribirá con tu luz otra página que un día me alcanzará bajo la forma de un sueño, «el primero, el único sueño».
Tuyo eternamente,
Loris Melikow.
N. B.: Esta carta pertenece a la colección epistolar Cartas a Évangéline, publicada en ViceVersa Magazine entre mayo y octubre de 2020, y ahora reeditada para su publicación en El Nacional. Constituye parte del entramado nocional de mi teoría del idealismo simbólico.
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