De la educación de la memoria en la belleza (I)
Viena, sábado 10 de mayo de 1890
Mi adorada Évangéline:
Me sosiega el alma saber que la situación de Milizenland toca a la calma, pero mucho me temo que sea pasajera. La paz de los cañones nunca dura. En otro orden de ideas, me apena tener conocimiento de la carta de Boggio sobre la lamentable condición que aqueja a nuestro amigo Cristóbal en París y de su inminente regreso a la patria. No entiendo cómo un talento tan joven debía hallar por destino la pobreza y la tuberculosis.
Ya me había sorprendido lo suficiente el año pasado al ver su Dante y Beatriz a orillas del Leteo. Hay en ese óleo una fuerza de la luz que pocas veces he visto. Solo una sensibilidad bien cribada hubiera podido pintar un cuadro así. En él, querida mía, es posible palpar el vigor del amor que avanza sereno y seguro de sí hacia el aniquilamiento más puro. Asimismo, en su marcha, Dante, que mira a Beatrice, parece que nos dispensa de soslayo una mirada. Es el único en toda la composición que nos puede interpelar y demandar. Casi podía escucharlo decir: «¿Tú también te consumirás en el amor eterno?».
Este joven de apenas treinta años es una revelación del Parnaso. El cuadro en nada desmerece del canto XXXI de la Divina comedia. Nunca nadie interpretó mejor el ruego dantesco: «Volgi, Beatrice, volgi li occhi santi… al tuo fedele». Y las flores… ¡Tienen un trazo tan nítido y son tan reales que casi se pueden oler! Contrastan con la atmósfera etérea de la composición porque son el símbolo de aquello más sutil en el mundo y, a su vez, más próximo a lo eterno. ¿Acaso haya algo más efímero que una flor y más persistente en el tiempo que el aroma de su memoria? ¿No es el amor, con todo, igual de frágil y perdurable?
¡Cuánto quisiera yo mirar tu rostro, querida mía, justo antes de despedir para siempre mis recuerdos en el Leteo! Es menester educar la memoria en la belleza porque un día renunciaremos a aquella fundiéndonos en esta, y entonces nos habrá servido para intuirla con dignidad. Cuando la belleza que habita al poeta resuena con la que reside en el mundo, la armonía interyacente alcanza un grado mayor por virtud de la sensibilidad finamente educada en el poeta. La distancia entre la belleza exterior y la interior se puede llamar fealdad.
No es feo algo por sí mismo, sino por la incapacidad del poeta para vibrar a una altura mayor. En toda ruindad habita una partícula de belleza resistente. Solo el poeta que ha educado su sensibilidad podría rescatarla. En este sentido, la vileza nada puede limitar la majestad del poeta. Hay en medio de la perversidad, querida mía, un logos que pide ser salvado por la luz del bardo. Así pues, todos verán este logos ascender en su solitaria luminiscencia.
Tal es la misión del poeta: educarse en la más luminosa belleza para reconocerla sin parpadeos en medio del horror. Ya podrás intuir, mi querida Évangéline, que en esto de nada valen los fuegos fatuos de la vanidad y las luces artificiales de la sociedad. Son los poetas órficos los que pueden descender al Hades por Eurídice y escalar la luz por Beatrice. A ellos poco les importa la boa de los elogios porque ya están muertos (de un modo en que el mundo no lo comprendería). Se transfiguran saliendo a voluntad de lo contingente. Así aspiran a la eternidad de una armonía que solo puede ser contemplada sin el peso del yo.
En esto radica la razón de educar la memoria en la belleza: hacer tan etéreo el propio ser que su levedad nos permita ascender al punto desde el cual podamos resonar con la más alta belleza en medio de la más baja vileza. Pero, ¿cómo educar la memoria en semejante aspiración de ascenso estético? Tal vez te sea de utilidad mi método, aprendido —como tanto en mí— por mis particulares medios y en una soledad elegida más que padecida.
Lo he dado en llamar opera trabalis u obra arquitrabada, y consiste en concebir la armonía a manera de un dintel que reposa sobre varias obras de arte a lo largo de los siglos, necesariamente de géneros distintos.
Pregúntate: ¿cuál es la belleza que funge de entablamento uniendo por medio de un arco adintelado de casi seis siglos el Dante y Beatriz a orillas del Leteo, de nuestro loado amigo Cristóbal, la Sinfonía inconclusa, de Schubert, Los himnos a la noche, del maestro Novalis, El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo, y la Divina comedia, del insigne poeta toscano? ¿No te parecería sorprendente poder descubrir uno de los principios de la arquitectura de la belleza: el modo como esta hace reposar equitativamente el peso de su armonía a través del tiempo y del arte sobre varias obras que son al cabo una sola?
La opera trabalis no es posible sino en el decurso de los siglos y en la transversalidad de los espacios. Es necesario hallar la obra arquitrabada para educar la memoria en la belleza. Hasta tanto no lo hagamos, solo habremos admirado trozos de ella, segmentos de su arquitrabe. En el preciso instante en que somos capaces de aprehender toda la armonía adintelada entre sus varias expresiones, asistimos al desenmascaramiento de la verdad estética intuida por los más elevados espíritus a lo largo del tiempo y entregada a nosotros como parte del logos universal.
En la obra arquitrabada, amada mía, son esenciales de descubrir el principio ontológico y el fundamento estético de su arquitectura. El primero corresponde a la razón de ser en común de todas las obras y equivale al fuste de las columnas. El segundo atañe al modo como el fondo y la forma de la expresión artística se relacionan, de manera tal que sea el dintel que una las pilastras en el tiempo, verdadero artífice de la opera trabalis.
Ahora bien, a menudo solo alcanzamos a intuir un trozo del arquitrabe, el que descansa sobre una obra en particular, pero esto apenas sería instruir nuestro intelecto. Educar nuestra memoria en la sensibilidad de la belleza exige atender al arco adintelado en una mirada integradora de siglos. A tal fin, se precisa un entrenamiento de años en la necesaria apreciación relacional del arte en sus varias manifestaciones.
Esta, sin embargo, es una tarea titánica que escapa incluso a los más potentes espíritus. Por consiguiente, ¿de qué estamos hablando? Conviene a nuestra condición humana estar atentos a cuál es la esencia de nuestro ser sensible e intelectual, a qué responde con mayor intensidad. En mi caso, mi Évangéline, mi razón poética tiene por logos de sí la lucha entre la claridad de Eros y la oscuridad de Thánatos. Desde allí, como una atalaya, oteo el curso de los siglos buscando la opera trabalis con la cual resonar.
Te aseguro que nadie más podrá ver como yo lo que desde aquel lugar diviso, no por alguna razón de vana soberbia, sino porque cada mirador es único en toda la historia de la humanidad… ¡Y hay tantos y tan desperdiciados!
Ya te escribiré en mi próxima carta, con mayor detalle, sobre la opera trabalis que hallo en estas cinco obras de arte que te he mencionado, así como del fundamento ontológico y del principio estético que en las mismas se agita. Te sorprenderá saber, entonces, que tú formas parte de mi obra arquitrabada. Eres, sin dudarlo un solo instante, la materia misma de que está hecho el dintel de mi aspiración más elevada de belleza, aquella que, siendo soñada por mí, ha terminado soñándome en un suspiro de siglos y eternidades.
Tuyo en la inmortalidad de la belleza,
Loris Melikow.
N.B.: Esta carta pertenece a la colección epistolar Cartas a Évangéline, publicada en ViceVersa Magazine entre mayo y octubre de 2020, y ahora reeditada para su publicación en El Nacional. Constituye parte del entramado nocional de mi teoría del idealismo simbólico.
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