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Carta a Évangéline #4

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Del silencio contemplativo y la resonancia poética

Viena, domingo 6 de abril de 1890.

Mi querida Évangéline:

Como hoy estamos celebrando la Pascua, he ido a los oficios en la catedral, que cariñosamente llamamos Stephansdom. Quisiera que un día escucharas los repiques de la Pummerin, la más querida de sus campanas. Al oírla, uno sabe que su voz profunda ordena guardar silencio a los cañones y nos advierte que somos capaces, a un mismo tiempo, del horror y de la belleza…

Es la mayor de las campanas catedralicias y fue fundida con 208 cañones turcos capturados durante el asedio de 1683. En sus repiques también se escucha el murmullo de los caídos en batalla. De niño, mi abuelo Augustin me contaba historias fascinantes sobre la gran caravana que en 1711 llevó la Pummerin a la catedral. Hacían falta dieciséis hombres para balancearla, mientras crujía la torre, y un cuarto de hora hasta el primer campanazo. Hoy ya no la columpian, sino que la hacen resonar golpeándola con el badajo.

Querida mía, la Nochebuena antepasada tuve el privilegio de estar en el interior de la torre sur cuando tañían la Pummerin. No hay modo de decir con palabras la magnitud ensordecedora del redoble. El silencio, tras extinguirse el último repique, fue abrumador. Entendí que aquel era proporcional al sonido que le precedía. En este sentido, el silencio contemplativo es el grado superlativo del acallamiento de los sentidos. Sobreviene justo después del estruendo del mundo y justo antes de la resonancia poética.

El logos de las cosas mudas que, por virtud de la armonía, está comprendido en el del universo se corresponde parcialmente con la poesía exterior. Hay en el mundo tanta poesía como imposible es aprehenderla toda, así que el poeta la mira en la certeza de saberla inabarcable. No basta, sin embargo, que una y otro se encuentren, sino que este, además, acuda en medio de un silencio contemplativo, una escucha del alma que espera la revelación del logos que subyace a la realidad material.

Ahora bien, querida mía, te decía en la segunda de estas cartas que hay una poesía fuera y otra dentro del poeta, y que esta aguarda en silencio por aquella. Sin la poesía de afuera, la de adentro sería apenas vano y vulgar artificio verbal en medio de los fuegos fatuos de la sociedad… quizás celebrada ampulosamente, pero ajena al logos de las cosas mudas. Sin este logos, no hay poesía, sino poiesis, en el sentido que le otorgaba Platón: «causa que haga pasar cualquier cosa del no-ser al ser».

El poeta que escriba sordo al logos apenas fecundará el verbo. Será un artífice que poliniza palabras, pero negándoles el alma que solo por virtud del logos podían tener. Quizás conjugue con maestría poiesis (producción), techné (técnica) y praxis (realización), pero desatendiendo al logos de las cosas y al modo como este se conecta con la poiesis. No se es poeta sin escucha contemplativa, sin pasar de la observación a la contemplación.

Cuando el poeta acalla las voces de la caverna íntima, surge el silencio contemplativo entre la belleza que nos habita y la que mora en el mundo. Así, por ejemplo, es posible observar cómo el agua de la fuente Tritón en el Volksgarten se deshiela al cabo del invierno y traducirlo en un poema con magistral técnica. Sin embargo, solo la contemplación desde el acallamiento de los sentidos nos permitirá oír el logos silencioso de la fuente en aquel día preciso, un lenguaje mudo que nunca más volverá a ser el mismo. Al ocurrir tal revelación, la belleza interior resonará con dicho logos en un modo que también será único en todo el devenir de la humanidad. Así tendrá lugar una sensación intelectual tan luminosa que las palabras se sentirían impropias para dar cuenta de ella.

En este punto, querida mía, el poeta podría optar por no escribir, renunciar al poema. Al hacerlo, la belleza revelada lo habitará fecundando la interior. Estará, por tanto, en mejor disposición de resonar con los más elevados grados de la armonía presentes en el logos del universo. A tal fin, es esencial educarse en la belleza. Solo así podría darse el connubio final entre lo bello del mundo y lo bello del alma, pero me temo que esté adelantando en demasía el tema de mi próxima epístola.

Retomando el hilo, el poeta —que es silencio atrás del silencio porque solo desde este puede apercibirse de la mudez poética del mundo— experimenta en la revelación de la belleza que se le desoculta un lenguaje que, como hemos dicho, al no estar hecho de palabras, sino de sensaciones intelectuales, necesita resonar en el poeta para revestirse de un logos inteligible, de una razón poética capaz de devenir en poema.

Así, mi añorada Évangéline, por virtud de la resonancia de las armonías, interna y externa, el logos de las cosas mudas adquiere en el logos poético un contorno que, si bien no le hace justicia, nos permite sospechar la existencia de una belleza que, de otro modo, intuiríamos en las más burdas formas. Cuando Novalis llama sol de la noche a Sophie, ha cifrado en esas cuatro palabras el esplendor de quien pone en el alma de la amada muerta la brújula de su andar en medio de la penumbra del mundo. En ello, presentimos la fuerza salvadora del verdadero amor, incluso sin haberla conocido, de la misma manera que al oír el tañer de la Pummerin presentimos su origen.

Me ha sido imposible, querida mía, no echarte de menos al hablar de Novalis y la Pummerin. Es injusto que deba despedirme ya, pero lo haré en la certeza de que cada cosa que me rodea me habla de ti porque tiene el tañer de tu voz… Son tantas pumerinas que mi casa es una catedral con tu nombre.

Tuyo por siempre,

Loris Melikow.

N. B.: Esta carta pertenece a la colección epistolar Cartas a Évangéline, publicada en ViceVersa Magazine entre mayo y octubre de 2020, y ahora reeditada para su publicación en El Nacional. Constituye parte del entramado nocional de mi teoría del idealismo simbólico.

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