Del logos de las circunstancias al logos universal
Viena, sábado 8 de marzo de 1890.
Mi recordada Évangéline:
Tu reciente carta me ha colmado de angustias, aunque estoy seguro de que los vientos de agitación que soplan en Milizenland y Castrópolis no alcanzarán a Geremba. ¡Cuánto desearía acortar el tiempo para volver definitivamente al monte Patrash! Por el momento, sin embargo, me temo que solo pueda acompañarte con mis cartas, así que, respondiendo solícito a tus ruegos, proseguiré con esta, feliz de que hayas quedado prendada de los «detalles insignificantes con presencia de infinito» de Hofmannsthal.
Este logos de las cosas, del que te hablaba en la epístola anterior, está pleno de relaciones fecundas de las cosas entre sí, las cuales superan en sus partes la suma del todo, pues a aquellas ha de añadirse el vínculo que las une, de modo tal que la armonía de las mismas sea el fundamento del logos de las circunstancias. En ese sentido, somos una fusión de logos.
En nuestro modo de tratar con las cosas surge una racionalidad desde la cual pretendemos, como pedía Heráclito, oír el logos de aquellas. Para decirlo de otra manera, querida mía, el monte Patrash donde vives, por ejemplo, tiene su logos y en él halla su razón de ser al margen de nuestra racionalidad. ¿Puede la naturaleza, por tanto, ordenarse conforme a su propio sentido? Me parece que sí.
Hay en las cosas y sus relaciones una armonía que es su razón de ser y hace posible el logos de las circunstancias. Los buenos poetas saben intuir este último y traducirlo en una consonancia circunstancial intrínseca tanto a la comedia como a la tragedia y al drama. Desde el pleito entre los Capuleto y los Montesco en la primera escena de Romeo y Julieta, hay un orden trágico en el que todo se conecta y acomoda conforme a un sentido.
Este orden en el que las cosas se conforman según sus relaciones y razón de ser es el logos de las circunstancias, pero es apenas local. En consecuencia, el poeta que solo atiende a él escucha la mudez con que le hablan las cosas que le rodean sin ponerlas en una perspectiva más amplia, en diálogo con el logos del mundo.
La importancia de ello, mi Évangéline, estriba en que al poner las cosas inmediatas en la perspectiva de las cosas lejanas tomamos distancia respecto de aquellas, de modo que lo circunstancial en que estamos inmersos deja de ser ilógico porque, al entrar en diálogo con el logos del mundo, el logos de las cosas inmediatas se dimensiona y halla su razón de ser. La misión del poeta es, por tanto, extraer de la mudez de las cosas circunstanciales el logos que hace posible que el sentido de aquellas deje de parecernos no lógico. Esta primera intuición o sensación intelectual es lo que comúnmente se ha dado en llamar inspiración.
Más adelante veremos que al extraer de las cosas inmediatas su logos, el poeta le otorga a este un sentido poético subsidiario de una razón poética y su correspondiente racionalidad, desde las cuales voltearse —de espaldas al mundo y de cara a los hombres— para construir un logos poético. En otras palabras, el poeta necesariamente traiciona el logos de las circunstancias cuando lo traduce en palabras conforme a su racionalidad poética. Solo así, sin embargo —y paradójicamente—, puede dar cuenta de él y, al hacerlo, ponerse a salvo de la barbarie humana, incluso pereciendo a manos de esta.
Querida mía, cuando John Donne —en su Meditación XVII— aseguraba que ningún hombre está «completo en sí mismo», no hacía nada distinto de convertir en logos poético una sensación intelectual que nos sobreviene cada vez que asistimos al sepelio de un amigo: que algo de nosotros ha muerto con él. Podríamos llamar a esta intuición implicación humana y, sin embargo, no es más que el logos del mundo intuido en la pérdida de uno de sus signos.
Así como el poeta toma distancia de las cosas inmediatas para ponerlas en perspectiva respecto de las cosas distantes e intuir la razón de ser de aquellas, del mismo modo debe echar sobre tal conjunto una mirada cuyo telón de fondo sea el universo, a fin de que el sentido del logos cotidiano adquiera vocación de destino. Solo de esta manera es posible que construya una poética que dé buena cuenta de su razón poética y de su consecuente logos poético.
El logos universal, de un modo único y auténtico, se revela a cada cual de la misma manera que a todos nos acontece una epifanía inédita del logos de las cosas mudas. Todos, sin embargo, desde el de las cosas más simples hasta el del universo, son un solo logos por virtud de la armonía que rige el orden y conexión de las cosas fecundas, que son todas. Aquel no es otro que el logos inaccesible cuyo sentido es lo absoluto, y del que te hablaré más adelante.
El soneto de Milton que es tan de nuestro agrado, el XXIII, es un digno ejemplo de lo que torpemente he intentado explicar. Él nunca vio a su segunda esposa porque ya estaba ciego cuando contrajo nupcias y, sin embargo, no necesitó de ojos para extraer de ella su logos. ¿Recuerdas los calificativos con los que él puso palabras a su intuición de la amada? Amor, bondad, dulzura, pureza… ¡Qué dibujo tan preciso!
Hay en dicho soneto, no obstante, una clave de cómo el poeta debe estar atento al logos: «my fancied sight» (mi vista imaginaria). En aquel sueño vio Milton a su esposa muerta no con el sentido de la visión, sino con la vista imaginaria, un sentido de mayor profundidad y alcance que cualquiera de los sensoriales. Para atender al logos se precisa de su escucha contemplativa, ir del corazón de las cosas a la región insondable del alma acallada y dejar que allí sobrevenga la epifanía de la belleza. ¿Acaso haya algo más honesto que la belleza, amada mía? No quiero, sin embargo, adelantarme al tema de mi próxima carta.
Todavía queda un trecho de invierno, el final. Como Milton, te contemplaré con la mirada interior, puesto que afuera todo es de un blanco que hiela hasta los recuerdos cálidos. Esta mañana he tocado al piano el adagio del concierto Emperador, de Beethoven. No te lo he dicho antes, pero ese segundo movimiento es lo más parecido al logos que en ti intuyo. La música quizás sea también lenguaje de las cosas mudas porque es un puente hacia el corazón de aquellas.
No sabría cómo decirlo, pero, en ese adagio, lo que siento por ti —que es a la vez el modo en que resuenas en mí como eco del todo— adquiere una dimensión tan nítidamente indecible que alcanzo a poseer la certeza de la imposibilidad del lenguaje. Yo, que elegí en las palabras mi razón de ser, debo confesar la ineficacia de aquellas para decirte con justa propiedad. Por ello, espero que las perdones a ellas… y a mí. Seguro estoy de que llegará el día en que nos fundiremos en la metáfora inaccesible, aquella que no precisa de verbo alguno porque es a un tiempo palabra y silencio unánimes.
Tuyo por siempre,
Loris Melikow.
N. B.: Esta carta pertenece a la colección epistolar Cartas a Évangéline, publicada en ViceVersa Magazine entre mayo y octubre de 2020, y ahora reeditada para su publicación en El Nacional. Constituye parte del entramado nocional de mi teoría del idealismo simbólico.