De la reflectancia poética del mundo
Viena, sábado 10 de enero de 1891
Mi dulce Évangéline:
¡Qué inmensa fortuna la de quien tiene a quién escribir en el día de su cumpleaños! Hoy festejo la ventura de poder celebrar tu vida un año más, y no veo la hora, ya próxima, de reunirme definitivamente contigo en Geremba, el más querido de todos los lugares posibles junto a ti.
He estado pensando mucho en sobre qué escribir en esta, mi última carta antes de partir, y me he decidido por un tema en extremo sublime, el de la reflectancia poética del mundo, ese modo en que el universo es reflejo metafórico de lo humano.
Ya sé que hay la tentación de pensarlo al revés porque pareciera que el ser humano imita la naturaleza, pero en esto no se reconoce a sí mismo. Hay una consideración especial en la pintura de los primeros románticos: el personaje está de espaldas al espectador haciéndolo también protagonista de aquella. Ambos miran el mundo, el reflejo que de sí les devuelve. Este es el origen de dicha concepción.
El mundo no es un reflejo directo del hombre al estilo del que nos entrega el espejo. Es más bien una metáfora de lo que somos, tal como la reflectancia iridiscente de la luz sobre un pozo de agua, lo cual supone que debemos entregar algo de luz al mundo para que estalle el arcoíris de nuestro reflejo… Esta reverberación es, necesariamente, luminosa y tiene su origen, como ya he dicho, en el misterio.
Hay, querida mía, un momento preciso en el que el rayo que somos cruza el mundo hasta herir su oscuridad. Entonces, en la brevedad de su luz, revela el todo que lo habita y vemos con meridiana precisión el camino hasta el alba. Después sobrevendrá la oscuridad, pero hemos dejado de solo estar y hemos empezado a ser, y a despecho de las tinieblas avanzamos hacia la aurora con el paso firme de quien conoce la senda porque hemos visto en el rostro del mundo el nuestro.
El mundo es un reflejo de lo humano que precisa de una luz única, entregada a los poetas cuando fue robada a los dioses y hecha humana, la luz que habita entre la palabra y su eternidad: la poesía. El todo del mundo es la metáfora del todo humano en tanto que el hombre siga entregándose a él como luz.
Hay versos, querida, que podrían sanar al alma más agostada… melodías en las que está el secreto de no morir más… combinaciones cromáticas que dejarían en suspenso la memoria y nos harían sospechar futuros inconmensurables… cadencias corporales que provienen del origen del universo y que son capaces de decirnos que somos más, mucho más que solo humanos.
Yo he visto en sueños un puente de luz uniendo dos eternidades… un puente que yo cruzaba mientras escuchaba todas las melodías que fueron y serán… un puente en cuyas barandas estaban escritos con fúlgida caligrafía todos los versos que un día hubo y habrá… un puente que traspasaban como rayos más colores que los que jamás podremos imaginar… un puente con mi nombre… porque, por alguna extraña razón, yo era el caminante y era el puente a un mismo tiempo.
A la izquierda había la más cerrada oscuridad y a la derecha la más plena luminiscencia y, sin embargo, ambas eran una misma por virtud de sus intensidades, pues en lo más profundo de aquella tiniebla palpitaba el hijo de la luz. Una y otra eran tiempos diversos de un mismo ser. Entonces me dejé caer del puente hacia la luz, sin más temores, sin mí… y descubrí que el puente también era el mundo, querida mía, un puente hacia lo que somos… y el reflejo que nos entrega no es el nuestro, sino el de la eternidad que reposa en nosotros.
El recuerdo de este sueño viene a mi como una visión que me dice que hay más, mucho más que lo que simplemente vemos. La poesía, por tanto, es el lenguaje de lo inaccesible, del reflejo de eternidad que nos devuelve el universo cada vez que hay en nosotros un destello de inmensidad, de la misma inmensidad que nos hizo posibles un día…
No hay otra manera de conocernos, en consecuencia, que dejándonos caer del puente hacia la inmensidad del mundo como reverberación de nuestra propia eternidad. Entonces valdrá la pena vivir. Yo vi en sueños la eternidad abriendo sus brazos para tomarme en ellos, amada mía, y supe que hay un lugar que me espera tan lejos de aquí que tendría que atravesar todas las galaxias descubiertas y por descubrir, un lugar que está en la más distante antípoda de mi propia alma. Desde allí, desde el balcón del tiempo, podré mirar quién soy sin más límites. Y allí podré reencontrarme conmigo mismo, en el reflejo inabarcable de mi nombre…
Ha llegado el momento de la última despedida, pues ya no habrá más cartas después de esta: no las necesita más quien podrá escribir a diario su alma sobre el pergamino de tus manos. En unas semanas partiré para siempre de mi Viena natal. No será solo un viaje a tu Geremba. Mi vida entera de pronto gira como el humo y puedo leer mi nombre escrito con las letras de tu nombre… No sé cómo ha pasado, pero todo cuanto soy y seré está en el horizonte de tu sonrisa. Sin haber partido, ya he iniciado el viaje hacia ti y, siendo tuyo, soy más mío que nunca, pues tú me devuelves el reflejo más sublime de todo lo mejor que hay en ambos.
En ti soy infinito…
Loris Melikow.
N. B.: Esta carta pertenece a la colección epistolar Cartas a Évangéline, publicada en ViceVersa Magazine entre mayo y octubre de 2020, y ahora reeditada para su publicación en El Nacional. Constituye parte del entramado nocional de mi teoría del idealismo simbólico.
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