De la razón total
Viena, domingo 16 de noviembre de 1890.
Mi amada Évangéline:
Me he reído, con sana risa, de tu relato sobre el rayo en tu árbol de majagua (que en mi edición de Species Plantarum, de Carlos Linneo, se describe como Heliocarpus americanus, cuya traducción sería algo así como ‘fruto del sol americano’). Da pena que el pobre haya quedado tan desastrado, pero no puedo imaginar tu sobresalto y carrera al ver semejante despliegue de la naturaleza en todo su poderío. Aquí el invierno remarca sus rigores con trazo grueso, más que otros años. Será un crudo y cruento invierno. Sin embargo, tus tréboles de cuatro folíolos siguen burlándose de él a través del escarchado cristal de mi ventana.
En esta epístola abordaré un tema que ya esbocé en la anterior, y que es mi propia concepción ontológica del lenguaje poético: la razón total. No pretendo, ni mucho menos, enmendar la plana a Kant, referente remoto de mis ideas, sino apoyarme en los planteamientos de una filósofa española que hablará de la razón poética dentro de medio siglo: María Zambrano. Ella será el arco templado por y desde Novalis, y orientado hacia una concepción más abarcadora.
Entiendo por razón total un modo de conocer el mundo en tanto que metáfora del hombre en diálogo polifónico con el todo. Parto, por consiguiente, de la concepción de que cualquier diálogo personal con el todo, si bien posible, es necesariamente pobre en cuanto no se haga desde la polifonía de voces fecundadas por la poiesis de la razón poética.
Mi planteamiento tiene como punto de partida el idealismo mágico de Novalis, es decir, la necesidad de espiritualizar el mundo —en mi parecer, es lo mismo que poetizar, ya que el espíritu es poiesis— fecundándolo con el logos de las cosas mudas devenido en logos poético. La realidad, que al ser poetizada adquiere múltiples voces, constituye un logos polifónico que es la voz con que el poeta entra en diálogo con el todo, que es poiesis absoluta. Dicho de otro modo, querida mía, el poeta devuelve al seno del todo el mundo que este ha creado y del cual es razón de ser, absoluta e inaccesible.
Cada cosa muda tiene su logos, como hemos dicho, y este se sostiene en el logos total. Hay una razón de ser del todo que hace posible cada cosa y con la cual el poeta dialoga solo si ha conocido el mundo en tanto que metáfora polifónica, reflejo innumerable del hombre. Esta razón total me conduce, necesariamente, a reconocer mi alma en la reflectancia que de ella me devuelve el universo.
En síntesis, el logos de las cosas mudas —devenido en poético por virtud de la razón poética— poetiza el mundo y alza de aquellas una voz plural que constituye una armonía oculta, un poema tácito que llamo verbum poeticum, en el que restauro el mundo en cuanto metáfora de lo humano, y ante el cual me reconozco. Solo cuando dialogo con el todo dando a mi voz el timbre de aquella voz plural, surge el verbum mysticum, pues estoy regresando, yo, a la intimidad del todo en el discurso que un día fue expresión suya. El universo es significante de la poiesis del todo, y el hombre, su significado. La poesía, por tanto, es signo totalizante.
Cuando dialogamos con el todo en la voz plural, sospechamos, apenas, el sentido totalizador del logos absoluto. No hay modo de conocerlo ni de abarcarlo en su completitud porque seríamos, entonces, el todo, y no puede haber dos totalidades. Es una razón de ser inaccesible y evanescente en la que, paradójicamente, nuestro logos alcanza su plenitud.
Ahora bien, mi querida Évangéline, cuando el poeta dialoga con el todo en el nosotros poetizado, no solo asciende la poiesis plural a la intimidad de su origen absoluto, sino que tal poeta también viaja de la noche del misterio a la mañana de la revelación, al día pleno y sin fin, a la luz total. Por tanto, el misterio es el camino a lo absoluto, y de ello dan buena cuenta la mayoría de las religiones.
Es un viaje órfico en que el poeta lleva de su mano el mundo —que él y sus hermanos han poetizado— de la noche misteriosa a la luz totalizadora, y en dicha excursión no solo cambia el orbe, también el poeta, y lo hace a tal punto que su mano se torna trasluciente y, sin dejar de asirlo, no estorba su metamorfosis. Sin que el pie abandone la huella, renuncia a su presencia y se vuelve transparencia.
Ahora bien, podría parecer que estuviera postulando la subsunción del yo en el nosotros y su evanescencia ante su discurso. De ningún modo. Para dialogar con el todo en la voz innumerable se precisa la tonicidad del yo, un yo robusto cuyos contornos estén definidos. Cualquier intento de subsumirlo en el nosotros es sospechoso de colectivizarlo a fin de debilitar su genio, único e irrepetible. Yo defiendo la voz plural, no la voz unánime. No se trata, querida mía, de diluir el yo, sino de que dialogue con el todo desde la singularidad de su voz devenida en voz caleidoscópica. Tampoco se pretende que el poeta sea eclipsado por su obra, sino que la deje hablar por boca de todos, sin la empobrecedora unanimidad del yo.
Según te insinuaba en mi epístola pasada, el poeta —que ha poetizado el mundo— también ha sido poetizado, mudado en otro, y ahora escucha su propia voz como ajena porque, siendo significado aludido por el cosmos (pues el hombre es su metáfora), puede darle sentido y saberse parte del logos del universo. Al ser otro por virtud del verbum mysticum, está y no está en su poesía, es y no es quien era. Ha entrado al seno del logos total y vive, por tanto, en la lógica paradojal.
Esta lógica paradojal es el raciocinio propio de la razón total, que está más allá de la lógica antinómica postsocrática y próxima, por consiguiente, a la presocrática. Estoy convencido de que la primera es el método de raciocinio de quien contempla el mundo por partes y, en consecuencia, lo conoce en tanto que parcialidad que debe, a fin de construir su identidad, contraponerse necesariamente a la otredad. La segunda, en cambio, es la racionalidad del que mira el universo en cuanto ser-en-el-todo, sin contraposiciones ni parcialidades, y cuya identidad se construye en el principio de la razón total, según el cual todo existe por el todo y en él es. No hace falta, por consiguiente, conocer la razón suficiente de cada cosa porque hay una razón total por la que cada cosa es-en-el-todo.
Finalmente, querida mía, es probable que te preguntes qué es el todo. Si pudiera definirlo, ya lo habría conocido en su completitud porque sería yo el todo. Solo puedo decirte mi intuición estética de él, puesto que la razón total se ordena en la armonía absoluta. Cada cual tendrá la suya en virtud de su genio personal. En cualquier caso, el todo sustentará el uno y el uno sostendrá el todo. Hará posible que cuanto es tenga un logos mudo que, en la armonía oculta de las cosas, se mantiene por el logos inaccesible y totalizador. No importa cómo le llames: él es en todos los modos posibles e imposibles. Él es sin adjetivos. Es.
Querida mía, debo despedirme una vez más. Mis deberes me reclaman, sordos a mis reparos. Seguro estoy de que ambos somos-en-el-todo desde siempre y de que nunca dejaremos de serlo. Nuestro ser-en-el-mundo tornará a su fin cuando sea tiempo de ello, pero no así nuestro ser-en-el-todo. Un día alguien mirará una puesta de sol que tendrá nuestros nombres inscritos como un caligrama de fuego, e intuirá que seguimos resonando en la melodía innumerable del universo, en el canto polifónico de la eternidad, en el discurso íntimo del absoluto.
Tuyo en-el-todo,
Loris Melikow.
N. B.: Esta carta pertenece a la colección epistolar Cartas a Évangéline, publicada en ViceVersa Magazine entre mayo y octubre de 2020, y ahora reeditada para su publicación en El Nacional. Constituye parte del entramado nocional de mi teoría del idealismo simbólico.
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