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Abril 18, 2025


Bestias

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Fausto Verdial fue un actor y dramaturgo que mucho nos hizo reír en la Radio Rochela de nuestras infancias con aquel personaje que remataba sus faenas exclamando: ¡Yo, yo, yo soy el más, el más, el más bestia, el más bestia, el más, el más, el más! Fausto ha estado acompañándome mientras escribía este texto. Claro, una cosa es aquel personaje y sus picanterías propias de esa ficción y otra es la que aquí se comenta. A tu memoria, colega del alma.

Existe un bestiario universal nutrido de los imaginarios de cada tribu, de cada etnia y región, de cada idiosincrasia de nuestra aldea global. A su manera, cada uno de esos imaginarios cuenta al mundo y sus orígenes, algunos pasajes de iniciación, eras pasadas y hasta algunas premoniciones en sus respectivas cosmogonías. Hay quien cree que esas historias vienen en blanco y negro, con subtítulos, pero no es así, como lo han demostrado numerosos estudiosos del pasado.

Los bestiarios han sido materia prima para libros sagrados, poemas, narrativas locales y para los cuentos maravillosos más allá de las montañas azules, esas historias con los que nos levantaron en nuestras infancias: del temible coco o el terrorífico cuco que asustan por las noches al diminuto personaje que habita en los viejos tinteros y todavía se sube a los hombros de los escribanos; del perro que pregunta al búho sabio que le contesta; del temible gigante a la gallina de los huevos de oro; del gato de Cheshire hasta el caballo que era bien bonito; de toda la manada de una noche de verano a los que viven en el libro de los seres imaginarios donde Margarita Guerrero y Jorge Luis Borges les pusieron alguna vez; del Cuchicuchi que derrumbó al árbol de todos los frutos hasta Falkor el perro-dragón de Atreyu que nos siguen invitando a volar y a seguir luchando contra la nada para salvar el reino de la fantasía. Todo ese imaginario sigue estando allí dándonos vueltas en nuestros sueños y en nuestras vigilias por mucha tecnología existente y por mucha inteligencia artificial insistente, sí, señor.

En nuestra contemporaneidad, llama la atención cómo ese bestiario se ha ido desbordando de cualquier límite para saltar al correcorre de nuestras vidas, a la palestra pública, a la actualidad cacareada en los matinales televisivos en el correveidile de los días. El pensamiento agudo, la imaginación bullente ¡como usted le quiera llamar! digamos, el ingenio alborotado, resulta imparable entonces con la posibilidad de mirar bestias a diestra y a siniestra, a plena luz del día o en la noche más oscura, de encontrarse a diario y por doquier con un tremendo bestiario ¡y que nos perdonen las bestias!

Mírenlo por donde lo miren, por los cuatro puntos cardinales, asoma la figura de una bestia y a veces varias, reunidas en conciliábulo ¡una gavilla! Si miras al norte, aparece una bestia; al centro, otra bestia, por el sur, un coro de bestias. Puede verse, por ejemplo, cómo toda una región está azotada por hordas de personajes padeciendo de licantropía, hombres lobos de nuevo cuño, sanguinarios y temibles, violentos y pendientes de comerse abuelitas con cesta y todo o de dejar a la Caperucita con los ojos claros y sin vista. Gente maluca, gente peopérrima ¡cómo me dijo un bestia alguna vez! Hay unos que se creen minotauros, otros que se plantan como si tuvieran mitad humana y la otra mitad animal como las horrendas quimeras o los temibles centauros. Gente muy sucia y muy cochina en sus procederes o tan brutas que los burros con quienes se les ha comparado se quedan cortos. Otras qué se las dan de muy refinados y muy educaditos y no mascan para pegarle tres gritos a la madre que les parió y dos trompadas al hijo por cualquier minucia; son como príncipes convertidos en ranas, o pollos transmutados en sapos que van cantando, o bichos de su madre convertidos en camaleones ¡cómo abundan, caray! ¡Razón tenían Graterolacho y su combo!

Ha habido bestias hasta en la sopa legendaria ¡o en el farragoso mondongo de la historia nacional! Verbi gracia aquel fulano por quien se perdió la segunda república y a quien le mataron de un lanzazo en la batalla de Urica, un tal mentado José Tomás Millán de Boves y de la Iglesia. Sus remoquetes son bestiales, a ver: el León de los Llanos, el Urogallo, la Bestia a caballo o simplemente Taita. Fue un militar español, comandante del Ejército Real de Barlovento o la Legión Infernal y caudillo de los llaneros en el transcurso de la guerra de independencia de Venezuela, según contaban nuestros inolvidables profesores de historia.

Hablando de bestias, alguna vez, el músico venezolano Rafael Salazar compuso una canción sobre un elefante que por lucir elegante, señorial y fino se había cortado la trompa, las orejas y el rabo ¡con tal desatino! que se convirtió en un vulgar cochino. Un campesino lo vio y lo despachó de un solo palo cochinero, como suele ocurrirles a las bestias. El merengue en cuestión, cantado por Zorena Valdivieso, tiene un coro que mantiene la guasa hasta el final: “por más que te eches de fino, morirás como un cochino”.

Había una vez una manada de cochinos que vivían en un hato. Un hato que habían convertido en una inmensa cochinera. Cochinera donde el jabalí se había vuelto un gran cacao, el cerdo mayor, el puerco del parampampan, el marrano más cochino junto a su esposa divina, la jabalina ¡Y la cosa se batía desde entonces como a ellos les parecía! Pero hubo un día en que los corrieron y tuvieron que encaramarse en la copa de un árbol donde se creyeron salvados, pero fue tanto lo que la gente meneó esa mata qué jabalí y jabalina se vinieron abajo y fueron a parar a un chiquero. 

¡Ay, cochino! ¡Cuánto alardeaste de tu poder cuando lo tuviste! Y desde allí estirabas el cuello y respingabas la nariz creyéndote la gran cosota. Sí, como peído del culo de Júpiter, nada más ni nada menos. Pero ya él no te acompaña, ni él ni ninguno de los dioses y diosas que creías tener agarrados por la chiva. Es que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista y en esta aldea global ya tu máscara se cayó hace tiempo y ya no te cubre nada. Eres un desfachatado. Un facho sin facha. No busques hacerte la víctima. Ya no más. Se te acabó hasta el hilo. Cállate la boca que se te sale la plancha. Anda a bañarte, sucio cochino, desfachatado. Todas estas expresiones y unas cuantas más fueron escuchadas aquella tarde memorable cuando de la mata salieron esos jabalíes volando.

Por allá por Margarita, la escritora y artista MaraMara, registra la historia de un burro a quien decidieron poner a vivir en la parte de arriba de una casa; bueno, era más bien un rancho y además un rancho que se estaba cayendo. Mucha gente dijo que no hicieran eso porque podía resultar muy peligroso para el burro, para el vecindario y para todo el mundo. Pero no hubo forma ni manera de convencer para que detuviesen la subida del burro al segundo piso de ese rancho que, además, estaba todo desvencijado. ¡No, no hay problema, ese burro es pequeño y es mansito! Sí, pero cuando crezca va a dar más trabajo bajarlo. Pero nada. Subieron al burro al segundo piso, ahí le dejaron y ahí creció. Y, como era de esperarse, al tiempo, cuando quisieron bajarlo, aquel burro empezó a lanzar coces y a hacer berrinche, a dar patadas, a rebuznar como un demonio y a correr encolerizado por ese segundo piso de aquel rancho destartalado que empezó a caerse a pedazos con las patadas del burro hasta que ya no aguantó más y se cayó íntegro de una sola pancada.

Es un hecho, no se puede encumbrar a un burro ni alabar a las bestias.

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