Por Pablo Kaplún Hirsz
Hay gente que con solo abrir la boca
llega hasta todos los límites del alma,
alimenta una flor, inventa sueños,
hace cantar el vino en las tinajas
y se queda después, como si nada.
Así fue Benito Moreno, el hombre que hizo de la enseñanza una aventura y de la ciencia un canto a la vida. No había distancias para él, ni límites para el conocimiento. En cada Centro de Ciencia, en cada aula, en cada sendero convertido en laboratorio, su voz entonaba esa melodiosa bienvenida: «Bienvenidos todos, ¿cómo están?…». Y con esa calidez comenzaba un viaje que muchos aún recuerdan con asombro y gratitud.
Benito nació en La Mucuy Baja, Mérida, y desde allí emprendió un camino sin retorno por los caminos de la educación, la ciencia y la vocación ambientalista. Con una maleta pequeña y una mochila cargada de historias, recorrió el país sembrando conocimiento y recogiendo amistades. Fue maestro, investigador, creador de los Centros de Ciencia, Tecnología y Educación Ambiental (CCTEA), pero, sobre todo, fue un ser humano excepcional que enseñaba con alegría y ética.
Sus alumnos –de todos una de sus más fieles es mi amiga Neida Maldonado de Newman- lo recuerdan como el mago de la curiosidad, el maestro que hacía de una hoja caída una lección de ecología, de una piedra un portal a la historia del planeta, del agua un espejo de nuestra responsabilidad con la naturaleza. Benito era el científico-educador que no necesitaba grandes laboratorios, porque entendía que el mejor estaba bajo el cielo, en la tierra húmeda, en los ríos, en las montañas.
El maestro y su huella imborrable
En Táchira, San Carlos de Cojedes, Barquisimeto, Mérida, y hasta en Francia, Benito dejó su impronta. Cofundó el Liceo Armando González Puccini, dirigió escuelas y colegios, y tras su jubilación, lejos de descansar, continuó recorriendo centros educativos, inspirando a generaciones enteras. Su nombre quedó grabado en múltiples CCTEA, en el recuerdo de cientos de jóvenes que alguna vez fueron “sus chamos” y hoy llevan su enseñanza por el mundo.
Fue un hombre de disciplina amable y rigor feliz. Al sonar la diana en los encuentros de centros de ciencia, él ya estaba en el patio central, listo para empezar. Acompañaba cada charla con chistes, relatos y poesías, porque entendía que aprender debía ser, ante todo, una experiencia de gozo. Se aprendía los versos de un vistazo y los recitaba con una memoria envidiable, porque en su mente la poesía tenía tanto espacio como la ciencia.
Un adiós entre estrellas
Este 21 de marzo, Benito habría cumplido 100 años. Hoy su ausencia duele, pero su presencia sigue intacta en cada persona que tuvo el privilegio de escucharlo, de aprender con él, de compartir su entusiasmo.
“Si robas, que sea un beso, Si pierdes, que sea el miedo. Si lloras, que sea de alegría Y si vas a contar con alguien, que sea conmigo”.
Benito nos deja la lección más valiosa: la vida es un viaje de aprendizajes constantes, de amor por la naturaleza, de compromiso con la educación. Nos enseñó que la ciencia y la poesía pueden ir de la mano, que los valores no se predican, se practican, y que un buen maestro es aquel que, aun en su ausencia, sigue iluminando el camino de sus alumnos.
Fue un ecologista tan ejemplar que hasta la fecha de cumpleaños tenía especial sentido.
Su fecha, el 21 de marzo, es la víspera del Día Mundial del Agua, fecha que, este año fue, exactamente en el centenario de Benito, recordada con un muy buen evento que organizó el Centro de Investigación del Agua y el Territorio (CIDIAT), insigne institución merideña, adscrita a la Universidad de los Andes (ULA).
Hoy, Benito Moreno se ha ido a la estrella que siempre dijo que lo esperaría. Pero en la memoria de quienes lo conocieron, su voz sigue sonando: «Bienvenidos todos, ¿cómo están?». Y nosotros, maestro, seguimos aquí, tratando de honrar su legado.
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