El arte es individuante
José Antonio Ramos Sucre
De Beethoven se dice que era misógino y misántropo, que fue pronapoleónico primero y antinapoleónico más tarde, entre otras cosas, pero poco se habla de su ideación suicida. En 1802, Beethoven viajó a Heiligenstadt, cerca de Viena. Allí compuso su Sinfonía núm. 2 en re mayor, op. 36., tras cuyo ritmo alegre y dinámico subyacía una dramática tristeza. Allí también escribió su testamento de Heiligenstadt, publicado póstumamente en 1827, y dirigido a sus hermanos Karl y Johann.
En su testamento Beethoven advierte el motivo de su alejamiento social: el temor a que se descubriese su sordera. Luego de calificar su sentido de la audición de «una perfección tal que pocos en mi profesión han gozado», admite que su pérdida lo obliga a «vivir como un proscrito». La carta cobra visos de profunda depresión cuando reconoce que pensó repetidamente en suicidarse. ¿Qué se lo impidió? «Solo mi arte me ha detenido. Me parecía imposible dejar este mundo antes de haber creado todo aquello que soy capaz de crear. Por ello he decidido prolongar esta miserable existencia». El compositor alemán tenía ya por entonces clarísima conciencia del valor existencial del arte y de su genio.
La realización del arte supone una individuación de la que su autor no puede sustraerse, no solo porque aquella implique la tan manida soledad creativa, sino porque toda obra de arte es única. No habrá jamás manera de rehacer el Coloso de Rodas, por ejemplo, sin que quede bajo sospecha. El arte perdido… perdido está. Otras producciones del intelecto, sin embargo, son susceptibles de ser rescatadas desde un marco conjetural.
Sabemos que Fermat era aficionado a plantear acertijos matemáticos a sus contemporáneos, que él mismo resolvía, pero que no escribía en casi ningún lugar, salvo en los márgenes de los libros que leía. Justamente en uno de esos textos marginales dejó su famoso y enigmático último teorema junto a la advertencia de que su demostración no cabría en dicho espacio. Desde 1637 el teorema permaneció sin solución porque nunca se halló ni el procedimiento matemático de Fermat ni los indicios que permitieran su resolución. Tres siglos pasarían antes de que Andrew Wiles, en 1995, estableciera su demostración.
En 1632, pocos años antes de que Fermat planteara su teorema, un mural de diez frescos pintados por Benozzo Gozzoli bajo el título Vida de santa Rosa, en la iglesia epónima de Viterbo, Lacio, fue destruido en medio de una remodelación del templo. De aquella obra de arte quedó un boceto de Gozzoli de uno de los frescos y una copia de Francesco Sabatini de los otros nueve frescos. Las copias de Sabatini reposan en el Museo Cívico de Viterbo, y el esbozo de Gozzoli repartido entre Dresde y Londres.
Ahora bien, nada de eso es la obra original. Ni siquiera el boceto de Gozzoli. Mucho menos las copias de Sabatini. Ni uno solo de sus trazos pudo reproducir el pulso exacto que Gozzoli imprimió a cada pincelada de aquel mural. No hay manera de duplicar el momentum existencial en el que un artista realiza una obra de arte, el complejo entramado de logos, pathos y ethos que confluye en un instante de la creación estética.
La exposición del Museo de Viterbo podrá darnos una idea de nueve de los diez frescos, pero quien decidió destruirlos en 1632 arrebató a las generaciones siguientes el derecho a experimentar algo que apenas la obra original podía provocar. No solo la creación artística es única, también lo es cada experiencia estética de ella. Todo eso fue tajado de raíz con el primer golpe de mandarria en la iglesia Santa Teresa de Viterbo en 1632. Es indiscutible que el teorema de Fermat tuvo más suerte…
La expresión beethoveniana es a un tiempo simple y compleja: «Solo mi arte me ha detenido». Cada artista tiene un arte que es suyo. Nadie más podrá crearlo por él. Es obvio, pero el artista es el punto de intersección entre la belleza y el mundo. Así pues, no hay dos intersecciones idénticas, ni siquiera en dos momentos creativos de la misma persona. La ontología de la creación estética supone que cada poiesis es única, del mismo modo que cada actuación del ser lo es. El arte perdido… perdido está, y con él todo un mundo de resonancias ontológicas en el testigo de la belleza.
Si Beethoven hubiese decidido poner fin a su vida antes de 1824, apenas tres años antes de su deceso, Schubert, Brahms y Mahler, entre otros grandes compositores, no se habrían sentido inspirados a alzarse a la cima de excelencia que es la Novena Sinfonía. Nunca se había escuchado en un escenario tal confluencia polifónica de voces e instrumentos. Los 150 músicos, todos de alto nivel, que hacen falta para ponerla en escena la convierten en una de las sinfonías más difíciles de ejecutar, sin embargo, no hay orquesta que sueñe con hacerlo, siquiera sea una versión reducida de ella. ¡Cuantos se han estremecido escuchando su cuarto movimiento!
Sin embargo, la Novena también nos advierte que la barbarie a menudo ultraja la belleza haciéndola suya. Quizás a ello se refería nuestro querido poeta Ramos Sucre cuando hablaba de la «ofendida belleza». No olvidemos que Goebbels citaba frecuentemente la Sinfonía Coral como metáfora musical del espíritu combativo del Führer, nada más alejado de la adaptación que Beethoven hizo de la Oda a la alegría, de Friedrich Schiller, para su movimiento final: «Los hombres se vuelven hermanos / allí donde reposan tus suaves alas (Alle Menschen werden Brüder, / Wo dein sanfter Flügel weilt). Pese a todo, el arte siempre triunfará sobre la barbarie.