OPINIÓN

Arreos de fieras

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

«Donde se queman libros, al final también se acaba quemando gente».

Heinrich Heine (1817)

10 de mayo de 1933. Berlín, Bebelplatz (Plaza de la Ópera). 10:00 de la noche. Llueve torrencialmente. Un tropel de estudiantes y catedráticos —vestidos los primeros con el traje de gala de la Studentenverbindung (especie de fraternidad estudiantil universitaria) y los segundos de toga y birrete— ingresa a la plaza formando parte de la Marcha de las Antorchas y escoltados por las SA y SS nazis. En una calle contigua, 25.000 libros aguardan en varias furgonetas su holocausto. Atrás ha quedado la «incendiaria» clase magistral del profesor Alfred Baeumler pidiendo la hoguera para los libros recogidos semanas antes según la «lista negra» del Savonarola alemán, el Dr. Wolfgang Herrmann.

Hacia las 11:00 no hay modo de avivar el fuego: la lluvia planta cara ante el crimen, así que los bomberos berlineses deciden preterir su juramento y encienden la pira entre aplausos de la multitud. Todo luce militarmente regio. Hay cámaras fotográficas bien dispuestas a fin de registrar la infeliz solemnidad de la Aktion, como la han dado en llamar. Se cuentan por cientos los asistentes. Un grupo de estudiantes eufóricos se adelanta a posar para una fotografía con los primeros ejemplares abrazados. Sonríen ampliamente… con sadismo.

Comienza el ritual. Radio Deutsche Welle transmite desde aquel crematorio del saber. Nueve estudiantes leen —cada uno una proclama— y echan a las llamas los libros de los autores que corresponden. Entre los espectadores, no obstante, hay uno que no comparte aquello, que mira y oye con terror mencionar su nombre en la segunda proclama al tiempo que ve cómo son echadas sus obras al averno nazi. Es el poeta Erich Kästner. A pesar de ello, no se irá de la Alemania nazi: «Mi tierra no me deja marchar», dirá más tarde, y se quedará para dar testimonio del horror en primera fila.

En una veintena de ciudades universitarias de toda Alemania se repite el crimen cultural bajo la consigna «La nación ha de purificarse por dentro y por fuera». A la medianoche, el ministro de Propaganda y doctor en germanística Joseph Goebbels da por concluida la Aktion si bien, en la práctica, esta se extenderá por varias semanas. Apenas seis años más tarde, el ingeniero y empresario alemán Kurt Prüfer ensayará en el campo de concentración de Buchenwald el primer incinerador para reclusos. Ante el éxito del artilugio, la empresa J. A. Topf und Söhne pasará a construir los hornos crematorios del resto de los campos de la muerte. La sentencia profética de Heine —que encabeza este artículo— se había cumplido.

Pero ¿qué significa la quema de un libro? Habría que preguntar primero por el significado del libro. No echaré mano de las definiciones antropológicas que lo piensan en tanto que producto cultural ni de las concepciones sociolingüísticas que lo asumen como un artefacto literario. Me quedaré con el sencillo planteamiento de Joseph Conrad respecto de que el autor escribe la mitad de la obra y el lector completa la parte restante. Desde esta perspectiva, un libro es un proyecto ontológico: el ofrecimiento de poder ser-de-otro-modo (después de leer un texto, ya no somos el mismo), con lo cual una biblioteca no es más que la posibilidad de la existencia plural.

Esa es una de las cuestiones filosóficas que están al fondo del asunto y que subyacen en la frase atribuida por la tradición a Santo Tomás de Aquino: «Hominem unius libri timeo» (temo al hombre de un solo libro). El lector de una única obra ya ha renunciado a la pluralidad ontológica que le ofrecen las bibliotecas porque es adherente de un pensamiento único; por consiguiente, le sobra el resto de los libros y los puede destruir sin ruborizarse.

Así como cuando empleando la metonimia «leer a Cervantes» se alude a la lectura de sus obras, el biblicida —si se me permite el neologismo— asesina metafóricamente al autor cuando quema un libro. Quizás se me pueda acusar de hacer una comparación exagerada. Ta vez… pero en este punto prefiero que sea el propio Erich Kästner quien responda: «Se siente extraño ser un escritor prohibido: tus libros desaparecen de las librerías, no existes… en ninguna ciudad del país, ni siquiera en la natal, ni siquiera en Navidad».

La quema de la biblioteca de la Universidad de Oriente hace unos días es un funesto presagio y una amarga afirmación de actual desprecio por el saber, ante la cual ningún académico, intelectual o escritor debe permanecer callado. No hay modo de hacerlo sin perpetrar el ignominioso silencio de los cómplices. No se trata solo de un asunto político, sino de algo más grave y trascendente: quien calcina un libro comete un crimen contra la cultura; quien incendia una biblioteca consuma un genocidio cultural.

Con cada libro abrasado desaparece un eslabón que nos engarza al flujo antiguo de saberes; perece la posibilidad presente de hacernos uno con el todo de lo diverso e insospechado que es la otredad; se esfuma el futuro y con él un ser-en-potencia que soñaron para nosotros quienes, como decía Descartes, dejaron en sus obras lo mejor de sí mismos. Un libro es el puente entre la tradición y el progreso. De eso quieren privarnos los biblicidas.

Hay, sin embargo, y sin menoscabo de los Savonarolas, pequeños holocaustos subyacentes tras las sombras y el silencio. Parte de mi biblioteca ha provenido de basureros. En Ankara hay una que salvaguarda casi 5.000 libros hallados en la basura por empleados del aseo urbano. También están los carceleros que secuestran en sus anaqueles libros que nunca leerán y los asesinos seriales que opinan sobre obras que no han leído. Un genocidio discreto…

A cada zarpazo de la barbarie hay que oponer un gesto de civilización en sufragio por la cultura. ¡Ojalá muchos nos volquemos a donar libros a la Universidad de Oriente! Y ojalá que haya allí una placa con las letras del insigne poeta cumanés José Antonio Ramos Sucre diciendo: «Hemos ofrecido espectáculos de barbarie a la humanidad, que con la cultura ha olvidado sus antiguos arreos de fiera».

@Jerónimo_Alayon