Los cantos 4 y 5 comprenden 60% de la extensión de los Himnos a la noche, de Novalis, y constituyen, a mi modo de ver, un retardador lírico —si se me permite la trasposición a la lírica de un recurso propio de la narrativa—, puesto que se alejan del leitmotiv de aquellos, la Sophieerlebnis (experiencia de Sophie), y, si bien mantienen el tratamiento de la antinomia axial, noche-luz (misterio-racionalismo), pierden la profundidad alcanzada a propósito de esta en los cantos 1-3.
El canto 4, no obstante, desarrolla otra antinomia (subsidiaria de la axial): muerte-vida, con lo cual el canto adquiere tres capas simbólicas de lectura. En una primera, se alude a la noche en tanto que muerte física de la voz poética: «Ahora sé cuándo será la última mañana», una voz que anhela reunirse con la amada al «otro lado». La segunda capa supone la noche no en cuanto muerte física, sino ontológica de la voz poética, una muerte que permite entrar a «los éxtasis de la muerte» para convertir el mundo en un «monumento de eterna contemplación». La tercera capa simboliza el fin de la razón ilustrada ante el «victorioso estandarte de nuestro linaje»: la cruz.
Mirando más a fondo el cuarto canto, se notará que la primera mitad es un circunloquio del tercer canto: reaparecen los tópicos del sueño eterno, la colina, la transfiguración, la elevación de lo terrenal, la seducción de la luz y la fidelidad a la noche; sin embargo, Hardenberg introduce un par de novedades: en primer lugar, la colina es el «monte que separa los dos reinos», lindero necesario para entronizar la antinomia muerte-vida; en segundo término, Novalis construye una suerte de genealogía religiosa.
Hardenberg establece, por tanto, que el amor creador es hijo de la noche: «Pero mi corazón, en secreto, / permanece fiel a la noche, / y fiel a su hijo, el amor creador». Después precisará que él es hijo también de la noche (con lo cual es hermano del amor creador) y tiene hermanos: «La Madre me mandó, con mis hermanos / a que poblara el mundo»; y añadirá algo misterioso, como casi todo en los Himnos: «Yo existía antes de que tú existieras», dice interpelando a la luz, símbolo del racionalismo ilustrado.
Valga decir que las tres capas de lecturas no están limpiamente delimitadas y que, por tanto, se solapan continuamente entre sí siendo la más profunda la del idealismo mágico y la más superficial la de la cristianización de Europa, tesis defendida por Hardenberg con pasión en sus fragmentos de la revista Athenaeum. Esta es la capa que privará en los cantos 4 y 5; por consiguiente, la cuarta pieza de los Himnos es, realmente, un prolegómeno del quinto canto, donde Hardenberg sintetizará, más que la historia de la humanidad, la historia de la salvación.
En el canto 4, Novalis pareciera decir, ya explícitamente, que este misterio —que es la noche— tiene por hijo al amor creador, Cristo, con quien el poeta se hermana (teológicamente, por el misterio de la encarnación) y cuya misión es haber sido enviado, en compañía de los poetas hermanos, a poetizar —cristianizar— el mundo, «a que lo santificara por el amor». Ante ello, el racionalismo ilustrado (la luz) tiene sus días contados: «Un día tu reloj marcará el fin de los tiempos, / cuando tú seas una como nosotros», cuyo término, además, Novalis ya presiente.
Valdría decir, entonces, que los Himnos tienen dos grandes partes: una primera —hasta el tercer canto, inclusive—, de tesitura filosófica, en la que Hardenberg codifica alegóricamente el planteamiento del idealismo mágico, y una segunda —a partir del cuarto canto—, de evidente registro teológico, en la que despliega menos simbólicamente su tesis de la cristianización del mundo.
El quinto canto es el más largo y resume la historia de la humanidad desde la perspectiva de la salvación. Comienza en un tiempo edénico: «La tierra era infinita, morada y patria de los dioses»; sin embargo, «por sendas misteriosas llegó el mal». Resulta curioso el siguiente trío de versos: «La poesía cantó así nuestra triste pobreza, / pero quedaba el misterio de la Noche eterna, / el grave signo de un poder lejano», como si, para Novalis, la poesía estuviera unida a la génesis del misterio y fuera su voz…
En ese momento de infortunio y caída, pareciera surgir el racionalismo: «Con cadena de hierro ató el árido número y la exacta medida». Entonces huyó «la que todo lo muda, la que todo lo hermana: / la fantasía», «se retiró con sus fuerzas el alma del mundo», los dioses renunciaron a la luz como hogar, se refugiaron en la noche y «la noche fue el gran seno de la revelación». Los dioses «se durmieron [en la noche], / para resurgir, en nuevas y magníficas figuras, ante el mundo transfigurado».
Hasta aquí, Hardenberg ha cifrado poéticamente el cisma entre el hombre y los dioses. A esta primera parte de la segunda mitad le seguirá otra en la que se narra la historia de Jesús y su rol salvífico al «correr anhelante a los brazos del Padre, llevando contigo la nueva humanidad». Concluye el canto con un poema que rompe la unidad estructural y que es, en principio, una oda a la María, la madre de Cristo, y en su término, una alabanza del amor de Dios: «Y el sol, el sol de todos, / será el rostro de Dios».
Como hemos dicho, los cantos 4 y 5 marcan una ruptura en el discurso simbólico respecto de los cantos 1-3, tanto porque la potencia alegórica de las imágenes será ciertamente menor en la segunda parte como por el hecho de que los referentes simbólicos serán otros. En la primera parte de los Himnos, se alude a la noche como sede del misterio y vehículo del amor, sin mayores connotaciones religiosas; en la segunda parte, el misterio y el amor adquirirán dimensiones casi místicas, preparando así el camino al último canto, en el que Hardenberg intenta hacer, si bien tímidamente, una síntesis entre las dos partes de los Himnos.
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