Friedrich Hardenberg da inicio al segundo canto de Himnos a la noche con un reclamo:
«¿Tiene que volver siempre la mañana?
¿No acabará jamás el poder de la tierra?».
Novalis, que viene regresando del reino del misterio, se queja de la impertinente razón ilustrada, signada en la luz del día. Este segundo canto no ha sido objeto de especial atención por parte de la crítica literaria en español; pero, desde la perspectiva del idealismo mágico postulado por Hardenberg, si bien breve en su extensión, tiene elementos importantísimos. Nos conseguimos en primera instancia con una declaración programática acerca del fin del racionalismo y el imperio del misterio eterno sobre él:
«Los días de la luz están contados,
pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la noche».
Recordemos que, en el idealismo mágico de Novalis, el misterio (simbolizado en la noche) es un oficiante intermediario entre la realidad racionalista y el luminoso absoluto de la divinidad. Los «días de la luz» no «están contados», como se ha creído, solo por la temporalidad de nuestra vida terrena, sino por el hecho de que el idealismo mágico aspiraba a «espiritualizar» el Siglo de las Luces cuyas postrimerías vivía el autor.
Después de tal aseveración, Hardenberg habla del sueño eterno («Sagrado Sueño») que podría ser, en primera instancia, la muerte, ciertamente, pero más allá de ella alude al éxtasis poético en el que la «intuición intelectual» revelará al poeta, desde el seno del misterio, la luz que por medio del amor lo conducirá al absoluto. Este «sueño sagrado» —llamado «sueño del cielo» en el tercer canto— está reservado a los que «en esta jornada terrena se han consagrado a la noche». Novalis reclama con vehemencia, tildando de «locos», a quienes no ven la noche en cuanto les rodea:
«Ellos no saben que tú eres
la que envuelves los pechos de la tierna muchacha
y conviertes su seno en un cielo».
Hasta aquí, incluso, podríamos atrevernos a hacer una lectura heraclítea del segundo canto —cuya influencia en Novalis, según hemos apuntado, es notable—, pues la noche, tal como Heráclito afirmaba de la naturaleza en el fragmento 123, «aprecia el ocultarse», lo cual es una condición sine qua non para que «la armonía no manifiesta» (el misterio) sea «superior a la manifiesta» (razón ilustrada), según el fragmento 54; sin embargo, el canto concluye con un salto ontológico:
«y trayendo la llave de las moradas de los bienaventurados,
de los silenciosos mensajeros de infinitos misterios».
En este punto, la noche no es solo el hogar del misterio, sino de «silenciosos mensajeros de infinitos misterios». Nada extraño, ¿verdad?, salvo que hayamos leído los textos publicados por Hardenberg en la revista Athenaeum hacia finales del siglo XVIII:
«Hacia dentro va el camino misterioso […]. El mundo humano es el órgano común de los dioses. La poesía los une con nosotros […]. En ninguna parte sino dentro de nosotros, está la eternidad con sus mundos, el pasado y el porvenir […]. Ser hombre es tanto como ser universo».
En el idealismo mágico, estos «silenciosos mensajeros de infinitos misterios» son la divinidad («los dioses») domiciliada en nuestro interior y a la cual la poesía nos da acceso. Por ello el poeta es un mago, no porque lea grimorios o practique hechicerías, sino porque tiene en sí una «voluntad» de origen divino capaz de cambiar el mundo por medio de la armonía absoluta: «La poesía es el gran arte de construir la salud trascendental. El poeta, por consiguiente, es el médico trascendental». ¿Se entiende ahora por qué Goethe llamó a Novalis el Emperador Espiritual de Alemania? Eso, ni más ni menos, es lo que está contenido en el segundo canto.
El tercer canto es el primero que Hardenberg compone y el central porque responde al origen de los Himnos: la Sophieerlebnis (experiencia Sophie), aquella visión que Novalis dijo tener de la amada muerta en su tumba. También es, quizás, el más críptico de los seis cantos y el axis mundi de la obra, de modo que necesitaríamos decenas de páginas para hacer un honrado y profuso análisis de este; sin embargo, abordaremos los rasgos esenciales.
Comienza en un pasado luctuoso —para nada adánico ni edénico—, en una «estéril colina» y en «angosto y oscuro lugar». Este sombrío paraje es el de los sentimientos, fríamente abandonados por la razón ilustrada (reclamo que será capitular en la génesis del romanticismo alemán). Esta noche —por contraste con la «sacra, indecible, misteriosa noche»— es la noche estéril del mundo, sede de la razón ilustrada, noche en la que se está «solo, como jamás estuvo nunca un solitario».
Hay en la voz poética, no obstante, un «anhelo infinito» que, en medio de tal desolación, hace posible la epifanía divina que acontece en la segunda parte del canto:
«Entonces, de horizontes lejanos azules
—de las cimas de mi antigua beatitud—,
llegó un escalofrío de crepúsculo».
El poeta presiente en ese «escalofrío de crepúsculo» el advenimiento de la verdadera noche, la oficiante del misterio divino, y nota cómo «de repente, se rompió el vínculo del nacimiento, / se rompieron las cadenas de la luz». ¡Detengámonos! Otra vez hay que decirlo: la antinomia vida/muerte está regida por la de razón/trascendencia y aquella es, por tanto, metáfora de esta. La expresión «se rompió el vínculo del nacimiento» no alude a la muerte física, sino a la ontológica que abre el ser al misterio y cuya consecuencia es la auténtica libertad, aquella en la que la razón poética se desprende hacia el infinito, emancipada de la razón ilustrada, «pobre y pequeña» luz.
Hasta aquí la primera mitad del tercer canto, preparación a la epifanía divina y metamorfosis ontológica que ocupa la segunda parte, a cuyo análisis nos abocaremos la semana próxima, y del que solo adelantaremos que encierra la clave de los Himnos.