Friedrich von Hardenberg —más conocido por su seudónimo: Novalis— publicó en 1800 sus Himnos a la noche. La musa de esta magnífica obra del romanticismo alemán fue su prometida Sophie von Kühn, fallecida de tuberculosis a los quince años de edad.
Si bien Sophie murió en marzo de 1797 y el poeta inició la escritura de los Himnos hacia mayo o junio de aquel año, volvió a comprometerse en diciembre de 1798 (con Julie von Charpentier); hacemos dicha acotación para dejar en claro que, aun cuando la pérdida de Sophie fue tan importante que supuso el inicio de la obra, se ha levantado en torno de ello un halo mítico que no se corresponde ni con la realidad de la vida de Hardenberg ni con la generalidad de su producción literaria.
Los Himnos son una colección de seis cantos en los que la voz poética viaja hacia una noche alegórica. Construida sobre el eje de cinco antinomias fundamentales (luz/oscuridad, día/noche, vida/muerte, mundo/eternidad, razón/trascendencia), la composición constituye una muestra esencial de lo que Novalis denominó en sus diarios idealismo mágico, fundamento sin el cual no es posible entender su obra; aquel consiste en una interpretación mística del cosmos mezclando poesía, filosofía y naturalismo con el fin de imponer el espíritu sobre la materia (espiritualizar el mundo) por medio de la creación poética.
A tal fin, el yo sale de sí al encuentro del logos de las cosas no para percibirlas pasivamente, sino para transformarlas, pues del mismo modo que el alma individual domina el cuerpo, el alma del universo domina a este; con ella debe conectar el poeta por medio de la poesía, modo superior de conocimiento, en el entender de Hardenberg.
Hay en todo el planteamiento novalisiano un sustrato heraclíteo, pues, según afirma el poeta y filósofo, «el alma está ahí donde el mundo interior y el mundo exterior se rozan» conectándose aquella con el todo —podríamos decir— por medio del logos, al cual se llega a través de la «intuición intelectual» —intuición extática, arrobada en el descentramiento poético del yo— que supera las antinomias para unirse al mundo y transformarlo por medio del yo creador y la imaginación productiva, nociones estas que toma de su mentor Johann Fichte.
Centrándonos ahora en el análisis de los Himnos, la génesis de estos se halla en un episodio —que la crítica ha denominado Sophieerlebnis (experiencia Sophie)— acontecido al poeta el 13 de mayo de 1797, con ocasión de visitar la tumba de la amada y que recoge así en su diario:
Empecé a leer a Shakespeare y me adentré en su lectura. Al atardecer me fui con Sophie. Entonces experimenté una felicidad indecible, momentos de entusiasmo como relámpagos. Vi cómo la tumba se convertía ante mí en una nube de polvo, siglos como momentos —sentía la proximidad de ella—. Me parecía que iba a aparecer de un momento a otro.
El primer canto da inicio con una apología de la luz, principio y origen de cuanto existe:
Qué ser vivo, dotado de sentidos, no ama,
por encima de todas las maravillas del espacio que lo envuelve,
a la que todo lo alegra, la luz…
Esta primera luz es símbolo de la razón y se corresponde con el día, que simboliza el mundo. Es una clara alusión a la Ilustración de la que Hardenberg no era muy simpatizante. La voz poética, sin más, decide dar la espalda a la luz de la razón para mirar a la noche, alegoría del absoluto:
Pero me vuelvo hacia el valle,
a la sacra, indecible, misteriosa noche.
Esta noche fecunda le revela al poeta la minusvalía de la razón: «¡qué pobre y pequeña me parece ahora la luz!», una noche capaz de ser «gran anunciadora de universos sagrados». Queda planteada así la primera de las antinomias que será, además, regente de las otras: razón/trascendencia. Quizás resulte paradójico que la noche esté asociada con lo absoluto, pero, en el idealismo mágico de Novalis, aquella simboliza el misterio mediador entre lo humano y lo divino, cuyo desentrañamiento se logra por medio del sentimiento (amor), punto en que el ser logra trascender.
Novalis, a mi juicio, es un poeta órfico —y no solo por la clara alusión que hace del orfismo en el quinto canto y que analizaremos más adelante—, pues plantea la catábasis (descenso al inframundo) como vía de conocimiento para lograr la anábasis (resurrección) del amor que conduce a lo absoluto. Por ello, podríamos asumir que la noche, en este primer canto, es también símbolo de la muerte, pero no de la muerte física simplemente, sino de la ontológica, en la que el ser es redimido en el surgimiento del yo pleno de sí («porque soy tuyo y soy mío») que se dona a la otredad. Surge así la revelación del final del canto:
Ella te envía hacia mí, tierna amada, dulce y amable sol de la noche.
Ahora permanezco despierto,
porque soy tuyo y soy mío.
Tú me has anunciado la noche: ella es ahora mi vida.
Del seno de la noche emerge una segunda luz que llama al poeta, distinta de aquella primera (la razón); esta nueva luz es la amada, el sol de la noche, alegoría del amor de Dios cifrado en Sophie. El amor no muere con la muerte, sino que la sobrevive en el absoluto hacia el cual trasciende, resultando inalcanzable para la razón ilustrada salvo, nos advertirá Novalis en sus diarios, por vía de la «intuición intelectual».
Esta advertencia está claramente dirigida a otra alegoría, casi un personaje, que está presente no solo en los Himnos, sino en la obra novalisiana: el «egregio extranjero», aquel a quien la razón ilustrada ha vuelto «de ojos pensativos y andar flotante». Una lectura de este primer canto, uno de los más importantes del conjunto, es que la razón ilustrada no deja espacio al misterio, mediador entre el ahora y el siempre, rol que cumple con creces la noche, por quien «levantan el vuelo las pesadas alas del espíritu».
Termina el primero de los himnos con una declaración programática: «Tú [la amada inmersa en la noche] me has hecho hombre / que el ardor del espíritu devore mi cuerpo». Este «ardor del espíritu» es la «intuición intelectual» a la que Hardenberg se refiere, solo posible en un éxtasis poético como el de la Sophieerlebnis.