El pasado 29 de noviembre se celebró el 242.° natalicio de Andrés Bello, insigne humanista venezolano, maestro del Libertador y contado entre los Padres de la Patria, tenido por muchos como uno de los más relevantes y completos intelectuales del siglo XIX americano. En 1829 viajó a Chile, donde permaneció hasta su deceso en 1865. Allí desarrolló su filosofía educativa cuyos pilares fueron el desarrollo de las ciencias y el progreso social subsidiado por la educación pública.
En 1841, Manuel Montt, ministro chileno de Instrucción Pública, encargó a Bello la creación de la Universidad de Chile, una corporación republicana que habría de sustituir a la ya clausurada universidad monárquica de San Felipe. En apenas dos años el maestro trazaría el dibujo de la futura alma mater y, con él, un diseño paradigmático de las novísimas universidades latinoamericanas. Bello estaba librando en el papel y en las aulas de clase otra guerra de Independencia, más profunda y trascendente socialmente, que añadiría a la libertad conquistada por las armas la garantía de su permanencia en las instituciones republicanas.
Lamentablemente, parte de aquel proyecto académico perdió con el tiempo su rol rector de la educación nacional, y —tanto en Chile como en el resto de América— no se hicieron esperar las sucesivas crisis de toda índole que terminaron por desnortar el propósito de un sistema educativo garante de las libertades republicanas. Para Bello, la universidad debía ser «un cuerpo eminentemente expansivo y propagador», lo cual suponía liderar los otros niveles educativos con el fin de encausarlos hacia un saber plural que garantizara la estabilidad de la república, subsidiaria de la libertad ciudadana y la justicia social.
Como se dijo, en solo dos años creó la Universidad de Chile ocupando su primera rectoría. En su Discurso pronunciado por el Sr. rector de la universidad, D. Andrés Bello, en la instalación de este cuerpo el día 17 de setiembre de 1843, el maestro enunció dieciocho veces la palabra moral —siempre vinculada de algún modo a la universidad en cuanto que fiadora del saber— y una sola vez en conjunción con el sustantivo carácter: «Las letras y las ciencias, al mismo tiempo que dan un ejercicio delicioso al entendimiento y a la imaginación, elevan el carácter moral». Acto seguido, desarrolló una serie de prerrogativas sobre el valor moral del saber literario y científico.
Lo primero que destaca el ilustre humanista es la relación entre sensualidad y ansiedad: «Ellas [las letras y las ciencias] debilitan el poderío de las seducciones sensuales; ellas desarman de la mayor parte de sus terrores a las vicisitudes de la fortuna». Si alguien es reticente a vincular «las seducciones sensuales» con los «terrores de las vicisitudes de la fortuna», recuerde que estamos ante la redacción del más insigne gramático hispanoamericano, y que en su estilo es habitual el uso del punto y coma para separar oraciones yuxtapuestas, en las que ambas suboraciones guardan siempre un nexo semántico.
Bello atribuye al saber literario y científico la posibilidad de forjar el carácter moral, de modo tal que los reveses del destino no logren condicionar nuestras más primitivas inclinaciones. Un espíritu educado, ante todo, debe tener siempre conciencia del efecto de sus acciones. Contrario a lo que hoy suele decirse sobre la lectura y el estudio, el maestro otorga a estos la capacidad de rectificarnos y nortearnos, incluso de favorecer nuestra resiliencia.
El protorrector de la Universidad de Chile prosigue su discurso ahondando en los valores morales de las letras y las ciencias, y para ello desarrolla y ejemplifica ampliamente la relación entre saber e infortunio. No se trata ya de cómo aquel nos prepara para no ceder ante las seducciones implícitas en este, sino de qué manera el conocimiento literario y científico nos alcanza un mejor tránsito a través de la desgracia al darnos un propósito vital.
Los ejemplos de Sócrates filosofando, de Lavoisier afanado en sus investigaciones químicas o de Chenier componiendo sus últimos versos, todos en vísperas de su ejecución, ponen de relieve la manera como la afiliación espiritual al saber proporciona cierta serenidad y entereza en las postrimerías, testimonio de una disciplina nunca abandonada: «al pie del cadalso ensayo / mi lira». Sin embargo, el modelo de Dante sublimando su dolor en el exilio por medio de la creación de la Divina Comedia quizás sea el más inspirador, pues hace de la obra literaria el testigo de una lucha silenciosa e interior.
En algún punto de su discurso, el maestro se refiere al saber literario específicamente como «la flor que hermosea las ruinas». Luego dirá que las letras lo condujeron al suelo de libertad y a la patria adoptiva que fue Chile… pensamientos que, expresados por alguien de la talla espiritual y moral de Bello, son indicativos del serio valor de la literatura en la academia. Lo cierto es que no pocos autores e intelectuales han dicho —palabras más, palabras menos— que las obras literarias los han salvado. Claro está, los hay también en la acera opuesta…
En definitiva, la forjadura de un carácter moral desde la academia se consigue cuando las letras y las ciencias son el instrumento por medio del cual se responde a la más alta aspiración bellista en cuanto que corporación académica: «establecer sobre sólidas bases los derechos y deberes del hombre». Así pues, en aquel discurso ya estábamos —en un sentido aiónico— todos los que hicimos, hacemos y haremos del saber humanístico y científico una hermandad intelectual que sea subsidiaria de la libertad y la dignidad humana.