Si bien la locución latina amor fati (‘amor al destino’) se asocia mayormente con Nietzsche, su acuñación se remonta a los estoicos; sin embargo, fue el filósofo y filólogo alemán quien desarrolló profusamente el principio en la segunda mitad del siglo XIX, cuya comprensión depende de otro planteamiento nietzscheano: el eterno retorno, según el cual el tiempo es circular y cada tanto, hombres y humanidad, volvemos a vivir lo mismo, por tanto, el destino también es recurrente y no queda más alternativa que aceptarlo.

Desde este punto de vista, todo cuanto acontece es necesario y, por ende, bueno (no en sí, sino como fuerza generatriz de la virtud), incluso si se trata del infortunio, pues este carácter iterativo del destino —en una concepción de clara influencia budista— entraña a un mismo tiempo el valor pedagógico de la existencia. Solo lo que se repite puede llegar a enseñarnos algo. En un texto muy manido del filósofo alemán, se entiende que este carácter necesario y reiterativo del destino es la piedra angular de la belleza, lo que nos conduce —paradójicamente contrario al antiidealismo de Nietzsche— a la concepción de que el mundo que vemos es el que vemos en el alma. Cuando Nietzsche dice: «Que mi única negación sea apartar la mirada», está mirando el mundo que ve dentro de sí, y no exactamente el de afuera.

Por sorprendente que parezca, el autor de la tesis del superhombre creía en el fatum (‘destino’) y en una forma lenticular del tiempo; por consiguiente, no podemos hacer nada para evitar lo que ha de ser, de modo tal que hay que asumirlo sin remilgos… amarlo. Como se echará de ver, con otros tonos, estamos frente al «hágase tu voluntad» del cristianismo; no en vano hay en este algo de estoicismo, especialmente en el protocristianismo. Si se lo mira con cuidado, y con especial atención a la vida de Epicteto, el estoicismo y el amor fati serían las más naturales y sanas alternativas al infortunio que se asume como insalvable; el «apartar la mirada» nietzscheano es, al cabo, una opción terapéutica ante la cruda realidad.

¿No hay, sin embargo, más alternativa que el amor fati? Responder negativamente sería admitir que el fatum existe y que en alguna parte está inexorablemente dictado el porvenir; entonces sí que habría que «apartar la mirada»; no obstante, la libertad humana y la facultad de la voluntad parecieran decir que sí es posible cambiar el destino.

Hace poco circuló por las redes sociales un video en el que un hombre israelí se bajaba de su vehículo (al sonar las sirenas de alerta de misiles), con el fin de protegerse detrás de un muro, donde fue fatalmente alcanzado por un misil; muchos han creído ver en ello un ejemplo del inexorable fatum; sin embargo, la acción del hombre hizo plausible que fuera alcanzado por un proyectil porque estaba al descampado. Su fatum habría sido admisible si en todas las posibles elecciones de su libertad hubiera terminado indefectiblemente muerto; quizás, de haber seguido conduciendo, no se habría convertido en un blanco efectivo.

Lo que intento rescatar es el valor de la libertad y su compromiso con la pulsión volitiva como antídoto contra el fatalismo. No en vano la palabra fatalismo está en deuda etimológica con el vocablo fatum; y no pocas veces el fatalismo es un narcótico de la autodeterminación. Acomodarse en la poltrona del catastrofismo suele ser un modo, de tantos, de apostar a que las cosas irán mal porque sí, sin percatarnos de que las cosas van mal siempre que no se hace algo por mejorarlas.

En este punto, creo de indudable valor traer a colación ese maravilloso libro de Anne Dufourmantelle titulado Elogio del riesgo (2011). Su desenfadada apuesta por pensar el riesgo desde la vida y no desde la muerte es un formidable revulsivo contra el conformismo fatalista y el amor fati. En lugar de aceptar lo que parece inexorable, Dufourmantelle nos invita a arriesgarnos, pues el riesgo tiene —lo mismo que el sexo y la filosofía— la potestad de suspender temporalmente el tiempo y, con él, la muerte; por consiguiente, el riesgo es una categoría metafísica subsumida a la vida: solo se puede arriesgar desde la vida, nunca desde la muerte, pero el fatalista toma partido desde esta y no desde aquella.

En el sentido de lo que propugnaba Dufourmantelle, más que el amor fati es el amor vitae («amor a la vida») el que nos puede impulsar a avanzar hacia el mañana vivos y no muertos: ¿por qué tenemos que aceptar lo que parece inexorable? Nada es inexorable hasta que se haya cumplido como tal y, mientras tanto, existe una posibilidad de cambiarlo. La rebeldía también puede ser una virtud: mirar con ojos sin párpados la realidad… y arriesgarse.


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