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905.000 veces la Cota

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Lo que está pasando en la Cota 905 no es un asunto que padezcan, exclusivamente, los vecinos del oeste caraqueño. Constituye una vitrina, junto a los consabidos sucesos del estado Apure, de lo que exactamente es la tragedia que vivimos los venezolanos. No debemos engañarnos; este régimen ha tenido el tiempo suficiente para resolver el problema del hampa organizada y, simplemente, no lo hace. Es una faceta de la guerra híbrida o no convencional que aqueja al mundo y, por desgracia, con la elección de Hugo Chávez, a partir de 1999, encontró las mejores condiciones en este lado del mundo. Al momento de suscribir esta nota, la estridencia de las detonaciones y ráfagas explican la atmósfera de los habitantes de algo más que El Paraíso. Han empleado armas largas, por lo que los proyectiles llegan más allá de las fronteras de la urbanización, cobrando numerosas víctimas.

Estos eventos, así como otros similares ocurridos anteriormente, demuestran, más de 905.000 veces, que no es posible convivir con el crimen y, mucho menos, creer que se puede pactar la paz con él, o pretender institucionalizarlo. El crimen, únicamente, acepta alianzas para crear nuevas formas de delinquir. Lamentablemente, es lo que se evidencia, obligando a la población civil e inocente a tolerar lo intolerable. Al darle la espalda a las familias que habitan los barrios populares, hemos sido indiferentes al surgimiento de ese malandraje cada vez más perfeccionado, creyendo que jamás le daría alcance al resto de la población que evoca y proclama su condición de clase media, y a la que tampoco le es fácil largarse del país con la comodidad de los sectores más adinerados.

Y como si fuese por gusto, no hemos mirado ni escuchado a los desesperados de las áreas marginales que son prisioneros de ladrones y homicidas. Hoy, estos eventos nos llevan a recordar la frase del Caracazo: los cerros están bajando. Sin embargo, esto es algo peor: las bandas de criminales articuladas y pactadas con el régimen desean extender su radio de acción a todas las ciudades. Tenemos que recordar lo que pasó, por ejemplo, en el sur de Aragua y sus precursoras bandas que también azotan a otros países latinoamericanos al meterse de contrabando en la diáspora.

No es difícil imaginar, a propósito de la Cota 905 de Caracas, el ambiente en el que crecen niños y jóvenes, en el barrio y en la urbanización, quienes ignoran el país de altísima escolaridad que alguna vez fuimos. Privan en ellos todos los miedos en la etapa de crecimiento. Se han legitimado los actos de fechorías por doquier; niños y adolescentes duermen bajo el sonido bestial de las detonaciones, esperando no ser alcanzados por una bala perdida. En un caso, sin oportunidades de estudio y de trabajo, prestos a ser reclutados por los jefes de las bandas. En otro, resguardados, confinados en una deteriorada aula virtual por las fallidas conexiones, convertidos en recipientes de cuánta crisis depresiva hay en casa. Y no queda otra conclusión a la que llegar: hay una generación de venezolanos, la más reciente, a la que el régimen le ha asestado un golpe macabro, difícil de superar –quizás sólo con los años–, crecida en el morbo de la violencia más insólita y eficaz, y, a la vez, imperceptible, psicológica, feroz y profunda.

Solemos hablar de los grandes planes para un inmediato postsocialismo con grandes inversiones extranjeras, con los planes Marshall para la recuperación económica, con el subsidio masivo de alimentos y de la vacunación de toda suerte de enfermedades que van más allá del covid-19, tanto o más mortales que el virus y de cuyas estadísticas tampoco sabemos. No obstante, se acalla la urgencia de un megaplan extraordinario de recuperación psicológica, sobre la vida cotidiana bajo los parámetros de la sensatez y la normalidad, del debido tratamiento para los más profundos traumas personales, de la reconquista de una convivencia pacífica, respetuosa, tolerante y considerada. Debemos sacar cuenta de cuántos educadores, psicólogos, psiquiatras y entrenadores deportivos tenemos o quedan en el país, y los que puedan, nuevamente, retomar la profesión o regresar al país. La tarea es difícil, mas no imposible y, aunque la clase política no lo entienda, nos enfrentamos a un desafío inmenso que, incluso, puede llevársela por delante y, así, asegurar o dar lugar al nacimiento de otra clase política diferente, actualizada, consciente de los tiempos que vivimos.

Debemos crear 905.000 maneras y más de retomar el timón del país hacia puertos honestos y seguros. Para ello, Venezuela debe reconducirse a un camino de valores, que solo provienen de la célula fundamental de la sociedad que es la familia. Hemos resistido e insistido para poder persistir en el tiempocomo una sociedad sana y justa. Tenemos que enfocarnos en una educación de calidad, para darle un giro de timón a este barco que lleva más de veinte años sin rumbo. Y, para ello, la clase política debe estar clara, que su función va más allá de satisfacción personal o partidista, que se debe pensar y actuar solo en función de los ciudadanos.

@freddyamarcano

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