Cuando a ambas orillas del océano Atlántico suenan aplausos y abucheos por la celebración/conmemoración de la llegada/espolio de Colón a la isla de Guanahaní, poniéndole el punto final a la Edad Media –a criterio de la gerencia– y el comienzo de la globalización/imperialismo que tanto bien/tanto horror le ha generado a la humanidad, no deja de asombrar esa manía de autoflagelarse que tiene el mundo hispano –herencia quizá de la prédica de franciscanos, jesuitas y trapenses, que solo hallaban el perdón a las faltas cometidas por el mundo de esa manera– con respecto a sus logros históricos, incluida la introducción de la civilización occidental en el continente americano.
Existe un afán aguafiestas, que resulta chocante, porque es un empeño en ver solo lo malo y de buscarle la quinta pata al gato de lo que evidentemente es bueno, todo para borrarnos la sonrisa de la cara, no vaya a ser que se despierten los demonios del pasado como el franquismo, el pinochetismo, el somocismo, las viudas de la IV República o el batistianismo, todos puestos en mismo tamiz y con el mismo sesgo, que se olvida a propósito de juzgar por los mismos pecados el orteguismo, el velasquismo, el castrismo, el allendismo… Y a otro que no nombro porque me saldría el Huerco.
Desde 1992, año del quincentenario de la llegada de los españoles a América y la apertura del continente al mundo, se comenzó a buscar nombres alternativos al de Día de la Raza que durante decenas fue la denominación que se le dio desde que el ministro de Instrucción Pública de España (1913), Faustino Rodríguez-San Pedro, propuso el término, que se utilizó en la Península Ibérica durante cuarenta años. No obstante, en este lado del Atlántico, muchos países hispanoamericanos lo aceptaron y en el caso venezolano, hasta la llegada del chavismo, coexistió con el de Día del Encuentro de dos Mundos que se le puso en 1992.
Una pléyade de denominaciones creativas, siempre en función de la ideología gobernante, le ha puesto su carácter y comillas a la fecha: Día de Colón (para exaltar al «italiano» y no a España) en Estados Unidos; del Respeto a la Diversidad Cultural (Uruguay, Argentina, Méjico), de la Descolonización (Bolivia), del Descubrimiento de los Dos Mundos (Chile), de la Multiculturalidad y Plurinacionalidad (Ecuador), de la Resistencia Indígena (Venezuela y Nicaragua), de los Pueblos Originarios y del Diálogo Intercultural (Perú), mientras que en Canadá este día no pasa nada, «porque no hay nada qué celebrar»… Pero ni la llegada del jockey sobre hielo; mientras que el Día de la Raza aún persiste en Colombia, Panamá, Honduras y El Salvador («¡Cuándo no, el desubicado de Nayib!», habrán dicho en Puebla).
El fundador de la Escuela de Oviedo, el filósofo Gustavo Bueno, explicó en su momento que lo que se entendía a principios del siglo XX en España por «raza» nada tenía que ver con lo que se pensaba de ella en la ilustración francesa ni en el racismo pseudocientífico del siglo XIX, sino que se veía más como un concepto lingüístico, más alineado a la tradición de los cronistas de Indias y de los funcionarios reales que hacían los censos, al considerar «españoles» a todos los indios «ladinos», es decir, que hablaran la lengua castellana, fueran católicos y se vistieran a la usanza europea.
También, el concepto de «raza» se vio respaldado por el famoso ensayo publicado en Madrid en 1925 por el mejicano Juan Vasconcelos Calderón, para quien en América el crisol de pueblos había generado una «raza cósmica», que reunía a todos los pueblos del mundo, con la miscegenación o mestizaje como bandera, y de cuya conjunción se podía extraer todo lo bueno de todos los seres humanos. En la década de los treinta, con el avance del racismo como arma política en Alemania, Ramiro de Maetzu propuso el cambio a Día de la Hispanidad, retomando el concepto lingüístico, que se impuso, en 1958, por decreto del gobierno franquista… ¡Mala pata! Desde entonces, en la península no son pocos los que no dejan de hacer la relación entre la forja de la civilización española transoceánica y el «caudillito de Ferrol con su vocecita de hija de María» como lo llamaba don Paco Beiro, mi casero republicano aquí en Caracas, de manera despectiva.
Como quiera que lo pida, negrito, con leche o marrón…
Las siglas EMIC y ETIC se utilizan en los estudios culturales cuando se refieren a la manera cómo se ven los pueblos a sí mismos (EMIC) o cómo son vistos por los analistas (ETIC). Así bien, cuando los venezolanos nos referimos a nuestra «etnicidad» siempre lo hacemos con el tropo de «café con leche» para señalar el mestizaje del que somos protagonistas, el mismo que comenzó a forjarse prácticamente desde que los españoles llegaron a las Antillas en el primer viaje de Colón. El paralelismo es válido porque aunque la expresión genética de alguien pueda ser blanca como la leche o negra reyoya como café cerrero, siempre va a haber un poco de aquí y de allá y de acullá, entre amargo y dulce –eso sí– como el guarapo. Siendo el café un producto etíope; la leche europea, el azúcar de la India y la vainilla americana, el encuentro de estos en la taza de porcelana china es la muestra perfecta de nuestra miscegenación en las tierras de María Moñitos y su mazacote de plátano con arroz (otra zambumbia tan barroca y nuestra). Desde 1725, cuando llegó el primer arbusto de café proveniente de Cayena (adonde lo habían llevado los franceses desde la isla de Guadalupe, cuya cepa provenía de Abisinia), hasta el día de hoy, no hay momento más «criollo» para el venezolano (para el hispanoamericano caribeño al menos) que el sorbo de ese líquido parduzco y quitapesares, tal como lo testimonian canciones como Moliendo café, del venezolano Hugo Blanco; Ojalá que llueva ídem, del dominicano Guerra; o ¡Ay, mama Inés!, tango-congo del cubano Grenet.
Si uno se pasea por las calles de Caracas, Santiago de Cuba, Montevideo, Querétaro o el Barrio Chino de Lima se habrá percatado de un paisaje humano que evidencia que lo de América es el mestizaje: negros con ojos verdes, blancos con nariz chata, indios con barba, pelirrojos con afro, mulatas con ojos rasgados… Como evidencia, me repito: en un estudio que hizo el IVIC sobre el genoma venezolano (2010), 58,8% de la información del pool genético venezolano es europeo, mientras el aporte africano se limita al 12,6% y el indígena, ese que quieren exaltar, apenas alcanza a 28,5%. Con la tecnología del análisis del ADN, popularizada recientemente por compañías como Ancestry, 23andMe, y MyHeritage demuestran que nuestra sangre –o por lo menos la de la gente que se ha hecho el examen– es más leche que café (Véase cuadro adjunto), pero donde también tienen importantes aportes la sangre indígena, la norafricana (vía los guanches de las islas Canarias), la italiana y la nigeriana.
Si se hace una búsqueda mayor salen resultados realmente sorprendentes: europeos del norte y del occidente, sardos, escandinavos, griegos, del Medio Oriente, ingleses, balcánicos, de Europa del Este, askenazíes, de Asia occidental, irlandeses, sierraleoneses, bálticos, fineses, centroasiáticos, africanos occidentales, sefardíes, surasiáticos y kenianos. Entonces, el Día del Café con Leche tiene sentido.
Todos nos merecemos un momento Imperial
¿Y cuándo comenzó esto a ocurrir? Cuando esos hombres se bajaron de ese barco tras varios meses de zozobra y desesperación, y como decían en Barquisimeto: «el hombre es fuego; la mujer, estopa; y pasa el viento y sopla». En 1503, la reina Isabel La Católica le pidió al gobernador Nicolás de Obando que fomentara los matrimonios mixtos por ser «legítimos y recomendables porque los indios son vasallos libres de la Corona española». Es decir, el mestizaje no es producto del deseo incontrolable de una caterva de gamberros violadores, sino que desde el primer momento, la Corona lo alentaba como una forma de ir edificando una sociedad similar a la que habían dejado atrás los expedicionarios.
El Descubrimiento de América (y no su «encubrimiento» que hicieron los vikingos siglos atrás, pues se quedaron calladitos con lo que hallaron) ha sido colocado por la historiografía como una empresa meramente mercantil. Aunque comenzó como un viaje en competencia con Portugal por unas rutas de la seda y de las especias, el interés de la Corona pronto adquirió otro cariz: la expansión del catolicismo, en oposición al Islam, primero, y luego al protestantismo.
Así bien, el «mestizaje» es asociado en algunos trabajos periodísticos como una manera de sujeción, degradación, en una herramienta para la conversión, despojándolo de toda buena fe y asumiéndolo como el comienzo del mal de la humanidad. Quienes así piensan son incapaces de reconocer algo de buen corazón en la normalización de lo que sería el «encuentro entre dos mundos» y no como ocurrió en las colonias inglesas, francesas, alemanas y belgas en los siglos siguientes, donde se trató de borrar a la población local, expulsándola o asesinándola, en nombre de una superioridad racial que poseían y que por cierto le negaban a los ibéricos (españoles y portugueses) por cuyas venas corrían sangre judía y mora.
Fue en los círculos protestantes donde más adeptos ganó la leyenda negra antiespañola, porque los pastores no lograban explicar por qué Dios beneficiaba a los papistas españoles y portugueses con los extensos territorios de la América…
Lo peor no fue su concepción, sino la asunción por parte de las elites de la sociedad criolla americana –ella misma mestiza– de que esa mezcla había dañado el excelente material genético europeo, por lo que el racismo siempre estuvo soterrado en la lucha por la secesión de las provincias españolas de ultramar, donde los mantuanos (esos mismos que no se podían preguntar tres veces qué tan blancos eran y que acuñaron políticas aberrantes como el de mejoramiento de la raza, como si uno fuera una vaca lechera) podían asumir el poder político y quitarles a los indios los territorios que la Corona les había otorgado por medio de las llamadas cédulas reales.
Cierto prócer republicano una vez lanzó la más reveladora de sus sentencias sobre los indígenas y negros: «De todos los países, es tal vez Suramérica el menos a propósito para los gobiernos republicanos, porque su población la forman indios y negros, más ignorantes que la raza vil de los españoles, de la que acabamos de emanciparnos». Así la independencia arranca con esta enorme contradicción: simplemente, no nos queremos.
Ese pensamiento, esa incomodidad en la propia piel, ha ido evolucionando, hasta convertirse en un prejuicio que amalgama todas las luchas de las minorías en contra de los hegemones actuales, lucha que es más simbólica que real, como eso de cambiar denominaciones, o de atribuir a los indígenas americanos la conciencia de que vivían en un continente distinto a otros, del cual no guardaban ningún tipo de conciencia. El abiayalismo, esos que dicen que los indios mashco piro, de la selva peruana y los inuit de las estepas canadienses llamaban «Abia Yala» al territorio donde pisaban, tal como lo hacen los kuna de Panamá es de lo más comeflor que se puede inferir… O que los cumanagotos sabían de los purépechas y de los chachapoyas es presentismo que yo puedo decir ahora porque tengo internet y con solo preguntarle a la IA me aparecen esos nombres…
Por el aroma yo lo sé…
La historia de la humanidad es la de las guerras, nos guste o no; nos horroricen o no. Ningún mapa político se alcanzó con vendimias ni con conciertos por la paz (el único país que lo creyó posible, terminó en un conflicto desde su creación hasta nuestro días, el Israel de 1948). Así bien, la llegada de los españoles a América vino con su dosis de maldad y solo fue posible por las alianzas que luego hallaron con pueblos en conflictos con los más belicosos.
En un ejercicio de puro maniqueísmo historiográfico del siglo XIX y XX, todo indio que se opusiera al blanco era bueno (los caribes, en el caso de Venezuela) y el que se le aliara, había que tratarlo como traidor (los arahuacos)… Y pasó con los tlaxcaltecas, los panacas, los del inca Huáscar y la miríada de tribus indígenas que nombrarlas aquí no tendría sentido. El bulo de que los Reyes despreciaban a los mestizos parece tener un sustento débil: Martín Cortés, hijo de Hernán y doña Marina, la así llamada «Malinche» tuvo el título nobiliario de Marqués de Oaxaca; el inca Garcilaso de la Vega, hijo del literato del mismo nombre y la ñusta Isabel Chimpu Ocllo, bisnieta de Tupac Yupanqui, vivió en España usando sus apellidos del linaje de Feria; don Francisco Fajardo, hijo de padre homónimo y de Isabel, nieta de Naiguatá, cacica de los guaiqueríes de la Isla de Margarita, y que fundó ciudades como Caraballeda y el Hato San Francisco, precursor de la ciudad capital venezolana, que tan injustamente le quitó el nombre de la autopista para ponerle el del Gran Cacique Guaicaipuro, el guerrero que luchó incansablemente por destruir a la recién fundada Santiago de León de Caracas, o sea, a nosotros mismos.
A propósito del perdón
La mayoría de los artículos hispanistas de esta fecha giran alrededor de la asunción de la presidente de Méjico Claudia Sheinbaum, a la que no fue invitado el rey de España, Felipe IV. Ello sucede como protesta de la nueva mandataria por la reticencia del Rey de pedir perdón a Méjico por haberlo creado y también, más al sur, en medio de la incomodidad del parlamento venezolano con el español por las discrepancias en el reconocimiento de los resultados de las elecciones presidenciales del 28 de julio pasado, en las que se han dicho hasta botija verde. Ya que este artículo se publicará en pleno Yom Kipur, día del Perdón en la religión judía, cabe destacar que algunos rabinos dicen que D. solo perdona cuando agraviados y agraviantes lo hacen primero entre ellos.
La ventaja del perdón mutuo es que permite mirar al futuro, tal como leyó el 10 de octubre reciente en Cartagena, el Conde de Moctezuma (minuto 20), noble español mestizo y descendiente directo del monarca azteca, quien dejó de lado el victimismo de la señora Sheinbaum y tendió un puente entre América y Europa, y Guinea Ecuatorial y Filipinas, para la construcción de un espacio vital para los que hablamos español.
Sinceramente, yo creo que Méjico es un país maravilloso, diverso, rico y culturalmente apabullante, y que España no hizo nada malo en crearlo, en fundar sus ciudades, en construir sus catedrales, monasterios, edificios, puertos, cuarteles, en enseñarle a tocar las trompetas y hasta regalarles el modelo de vestir de los charros de Guadalajara (Castilla La Mancha) además de ponerles el nombre a los músicos de los mariachis… Méjico, por su lado, tampoco debe pedirle perdón a España por todo lo que de ella extrajo: libros, música, cultura y hasta su advocación mariana más querida para los extremeños, la Guadalupe, que al pasar el océano se volvió mestiza. ¿El oro? El oro mejicano se quedó en California.
Que D. los inscriba a todos en el libro de la vida.
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