Desde el Miércoles de Ceniza, que este año fue el pasado 14 de febrero, y hasta el Viernes Santo –el próximo 29 de marzo– hay cuatro días hasta la Semana Santa en que los cristianos han de abstenerse de comer carne. Estos son los seis viernes de Cuaresma, además del día en que se conmemora la pasión y muerte de Cristo y el que se impone la ceniza en la frente de los creyentes.
La abstinencia es la recomendación de no comer carne, pero en estas dos últimas señaladas fechas, Miércoles de Ceniza y Viernes Santo, también se ha de ayunar, que significa renunciar a la comida. En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del verdadero ayuno que tiene como finalidad comer el «alimento verdadero», que es hacer la voluntad del Padre.
Según establece el canon 1251 del Código de Derecho Canónico, «todos los viernes, a no ser que coincidan con una solemnidad, debe guardarse la abstinencia de la carne o de otro alimento que haya determinado la Conferencia Episcopal».
En estos días se conmemoran los 40 días que Jesús pasó en el desierto, sin comer ni beber, tan solo siendo tentado por el demonio. Desde los primeros años del cristianismo tanto el ayuno como la abstinencia están muy presentes, e incluso los Padres de la Iglesia hablan de su fuerza junto a la oración. Estos actos son, principalmente, de purificación y penitencia.
La carne roja es símbolo del cuerpo de Cristo y tradicionalmente su consumo está asociado con grandes fiestas y banquetes, algo que no es propio de la Cuaresma, cuando nos preparamos para la muerte del Señor, sino más del tiempo posterior a su resurrección.
El papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti, explica que, el ayuno «vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y acumula la riqueza del amor recibido y compartido. Así, entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento que centra la atención en el otro, considerándolo como uno consigo mismo».