A menudo la vida se resume en el tener. Nos afanamos por acumular dinero en la cuenta del banco para dar frente a los compromisos o a los imprevistos. Tratamos de acrecentar nuestro prestigio profesional, académico o comercial. En el mejor de los casos, procuramos hacernos con los años de una entrañable cofradía de amigos. Pero la vida corre por otros cauces, ajenos a los del poseer. El sentido de la existencia está más vinculado al dejar. El atesorar es inmanente. El ceder, el legar, por el contrario, es trascendente. La trascendencia no es un viaje que inicie y concluya en uno mismo.
En el tener hay una dicha un tanto minusválida, preñada de orgullo. Uno se siente pagado de sí ante lo que ha logrado poseer, por minúsculo que parezca. La felicidad, paradójicamente, suele llegar en lo que voluntariamente se nos va de las manos para dejarlo en otras, tendidas al término de las propias. Voltaire solía distinguir entre el placer, la dicha y la felicidad. Para el pensador francés los matices eran graduales. El placer es asunto de un momento, la dicha es la suma de los placeres repetidos y la felicidad es la prolongación de la dicha en el tiempo. ¿Acaso haya mayor dicha que legar a otros aquello que los hará felices?
Pero miedo y placer son como aceite y vinagre. Es difícil desprendernos de nosotros mismos, de nuestras seguridades y fortalezas. Apenas comprendemos lo frágiles que somos cuando hemos caminado cerca de la línea que pone fin a la vida. En ese lindero pierde todo sentido el poseer. Uno nunca cruza la frontera con la alforja llena. En ese límite solo adquiere significado, justamente, lo que dejamos antes de cruzar.
Parafraseando a Voltaire podríamos decir que la infelicidad es la prolongación de la desdicha en el tiempo, y que aquella es la acumulación de una larga cadena de disgustos. Aquí entran en juego la voluntad, la libertad y el criterio para elegir entre la dicha o el infortunio. Incluso la fe, que hace posible trocar la desgracia en ventura, porque hay legados que suponen altas dosis de sacrificio. ¿Quién diría lo contrario leyendo el relato de las horas finales de Maximiliano Kolbe en Auschwitz? ¿Quién no se sorprendería de ver parte de su legado en la Operación Kolbe, una iniciativa ecuménica para relevo de secuestrados en Colombia?
Quizá convenga entender que hay un tiempo para cada circunstancia, que está en nosotros dar a ambos la cuadratura idónea y que la angustia nos hace intrascendentes. Solo lejos de ella pueden mirarse los imponderables de la vida, esos que a menudo no vemos porque estamos demasiado ocupados en poseer.
La película que quizá mejor describa este punto de vista, en mi opinión, es The Secret Life of Walter Mitty (2013) En ella hay una escena clave. Walter —que ha extraviado el negativo que el gran fotógrafo Sean O’Connell le ha enviado para la portada del último ejemplar impreso de la revista Life— debe recorrer medio mundo para encontrar finalmente al fotógrafo trotamundos en el Himalaya. Allí O’Connell espera a que el leopardo de las nieves salga para dejarse fotografiar. Se trata de algo casi tan improbable que le llaman ghost cat, el gato fantasma… pero ocurre.
El majestuoso leopardo sale de su guarida y O’Connell se queda arrobado, mirándolo. Walter, desconcertado, pregunta que cuándo hará la foto. O’Connell, sin quitar la vista del felino, le responde: «A veces no lo hago. Cuando me gusta un momento, en lo personal, no me distraigo con la cámara. Solo disfruto de estar, justo ahí, justo aquí». Y al cabo termina por decir «ya se fue». Luego sonríe.
Justo antes de la escena del gato fantasma, O’Connell ha soltado al vuelo algo que en sí constituye un fundamento de estética: «Las cosas hermosas no buscan llamar la atención». Puede que parezca contradictorio, pero O’Connell, que sabía el precio exacto de un negativo valioso, también entendía el valor de vivir a fondo la belleza en el momento presente. Ese fue el legado que dejó al atribulado Walter. Cada vez que veo a alguien angustiado por hacer una fotografía, recuerdo las palabras de Sean O’Connell en la película de Ben Stiller. Creo que todos hemos asistido a algún evento en el que una turba de fotógrafos amateurs secuestra a sus espaldas el derecho de ver y disfrutar el instante. En ellos hay más ansiedad que placer.
Con frecuencia me pregunto eso: ¿estoy «justo ahí, justo aquí»? Cometemos el error de creer que el legado es algo que se entrega como un paquete al final de nuestra vida. No. Dejamos una parte de él en cada presente. Es una herencia por entregas. ¿Si no, de qué otra manera alcanzaríamos la felicidad? Visto así, vale la pena centrar el foco en aquello que legamos para que otros construyan su dicha. Quizá no lo hayamos notado, pero la cámara a través de cuyo lente solemos ver la vida y sus prodigios no es otra que nuestro peculiar modo de concebir el mundo, eso que llaman cosmovisión… Y a veces es buena idea solo mirar, sin tirar del gatillo de nuestras convicciones.
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