Aquella combinación de detalles insignificantes me atravesó con tal presencia de infinito, desde la raíz del cabello hasta la médula de los talones, que habría querido estallar en palabras.
Hugo von Hofmannsthal
¿Puede la belleza habitar en el silencio? Me atrevería a decir que es su domicilio más habitual. ¿Pero hay beldad en el sigilo del mundo inefable, aquel que nunca podrá estar en palabras ni en materia artística alguna? ¿Acaso tendría sentido una armonía tal que sea un imposible semántico?
Estas cuestiones nos remiten necesariamente a la Carta de lord Chandos (1902), del escritor vienés Hugo von Hofmannsthal:
«La lengua en la que tal vez me habría sido dado no solo escribir, sino también pensar no es el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino otra de la que no conozco palabra alguna, una lengua en la que me hablan las cosas mudas».
Para Wittgenstein, el lenguaje era el límite del mundo decible, pero Hofmannsthal atenderá al silencio como frontera del cosmos indecible. Así pues, tenemos una belleza enunciable y otra inexpresable, correlativas de lo que Heráclito decía en su célebre fragmento 54: «La armonía no manifiesta es superior a la manifiesta». Partimos, por tanto, de una fragilidad verbal que se enfrenta al orbe inefable y su lindero, el sigilo.
Ahora bien, ¿cuán inefable es esta belleza no manifiesta? Tanto cuanto pueda permanecer oculta. No olvidemos la paradoja de Hofmannsthal: «Hablan las cosas mudas», pero lo hacen en un lenguaje no hecho de palabras. Este logos del sigilo espera por su epifanía, que es residencia de la armonía en tanto que mudez del mundo inefable: aquello que María Zambrano llamó el «claro del bosque». La belleza nos convoca a veces desde códigos incompresibles, aunque asequibles en virtud de la intuición. Estando fuera de la razón, produce una racionalidad poética.
A menudo esta belleza muda habita en la eternidad de lo diminuto, aquello que por pequeño carece de discurso para nosotros. Recuerdo que de niño me extasié observando el viaje de una mota de polvo en el rayo de sol que entraba a la cocina de la casa. ¡Cuánta hermosura había en su periplo, en sus impredecibles giros! ¡Y cuán ignorada por todos aquella armonía tan sublime!
Ahora que vuelve a mi memoria dicha contemplación infantil, ¿no es acaso esa mota de polvo la metáfora de mi vida: el modo como a ratos se quedaba suspendida y maravillada en el haz de luz y la manera en que curiosa iba de un lado a otro? Finalmente declinó hasta posarse sobre la superficie de una vieja mesa, alegoría del mundo. Así pues, se hizo ostensible solo para mí de la misma forma en que hoy me hago apenas visible para unos pocos. Aquella brizna era la belleza muda, y es eterna e inefable en mi alma.
En el párrafo precedente, apenas he traducido torpemente el logos de la mudez al de la razón poética, pero la mota sigue —y seguirá— siendo un misterio indecible en mí. Nunca podré hacer entender qué sentí y significó descubrirla aquella mañana de un sábado decembrino de 1973, junto al caleidoscopio de sensaciones que aún puedo recordar: la luz iridiscente que borboteaba a través del vitral navideño, la sensación de ser Navidad, el silencio tempranero cuando nadie se había levantado, el olor a madera de los muebles de la cocina y la esperanza de saber que faltaban horas para la noche más ansiada del año.
No importa cuántas palabras emplee: esa hermosura es y será inefable. Con suerte devendrá en pálido soporte estético de algún texto como este, pero nunca volverá a estar en el mundo y en mi alma del modo en que lo hizo aquella mañana de hace casi cincuenta años. Por eso el tiempo de la armonía muda es el momento, prodigio insignificante de la eternidad interior. Solo allí puede pervivir, solo allí nos habitará esencialmente y solo desde allí regresará al mundo bajo la forma de un reflejo de nuestra alma. Esta es laesencia del poeta: reconocer en su entorno la refracción de la belleza que un día lo habitó.
Pero… ¿qué sentido tendría una hermosura tal que nunca podrá alcanzar en palabras la misma esbeltez armónica que tuvo en su contemplación? Ser logos mudo. Hay una mudez del alma que es origen y trascendencia de la belleza más alta. En el deseo de decirla hay también una nostalgia de lo absoluto. En nuestra eternidad interior habita un particular silencio en el que la armonía cardinal, muda, convoca misteriosamente a toda belleza posible y decible… y hay en su evocación una luz ancestral y profunda.
La belleza en el silencio del mundo inefable permite alcanzar intuiciones estéticas que no se lograrían de otro modo. En la conjunción entre memoria, mudez y armonía, se revela alguna cima del alma en la que duermen —como en un géiser— palabras y conceptos imposibles. Allí aguardan por ser creados y vueltos arte. A veces apenas consiguen ser nostalgia indecible, la sospecha de devenir en diminuto prodigio infinito… mota de polvo en la luminosa sinfonía de la eternidad.
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