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La belleza oculta

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Existe una belleza oculta que tal vez jamás contemplaremos. Está más allá de nuestros sentidos y posibilidades intelectivas, por tanto, cuanto escriba aquí podría ser también desechado. No hay modo de probar su existencia salvo por el hecho de que sería inviable que pudiésemos percibir, conocer e imaginar lo bello en todo su ancho, longitud y hondura. La sensatez nos dice que apenas notamos una mínima porción suya y, sin embargo, el ser de dicho fragmento depende de un conjunto mayormente velado en el misterio.

La armonía oculta no es la intermitencia de la visible, sino el soporte tácito de esta, que es, a su vez, expresión de aquella. Todo cuanto de bello hay tiene su origen en la belleza implícita, pues lo rige siendo su alma. De hecho, el pulso de la armonía manifiesta es posible por ello, del mismo modo que del silencio surge la melodía y realza su eufonía alternándose con el sonido. La belleza ostensible —hemos insinuado ya—se realiza en una sístole y diástole de formas y materias estéticas.

Ahora bien, solemos pensar que la armonía es la unión concertada de elementos visibles en un conjunto regido por proporciones, por ejemplo: los colores en una pintura, los sonidos en una melodía, las palabras en un poema, etc., pero esta es una manera incompleta y superficial de concebir el asunto, ya que corresponde solo a la belleza manifiesta. Hay otra armonía más profunda:un tenso y antinómico equilibrio entre la belleza tácita y la explícita, de la que una parte queda en el dominio del sigilo.

El alma de la belleza —armonía oculta— establece un diálogo de opuestos con la belleza explícita, con lo cual se genera un equilibrio del que escasamente tenemos una vaga intuición. Hacer arte es participar de este coloquio sin que apenas sepamos el misterioso lenguaje con el que tiene lugar y, sin embargo, somos capaces de dar fe de ello. Un poema, por ejemplo, es mucho más que solo palabras, ideas, ritmo y eufonías. Hay en él una materia evanescente de la que no podemos dar cuenta, pero que está ahí.

La armonía oculta es factible por una suerte de dialéctica estética entre lo que presumiblemente no está y lo que certeramente sí. Quizás sea complicado comprender que haya belleza en lo invisible del mismo modo que hay silencios sublimes, pero no solo es posible, sino necesaria, pues sin ella la armonía explícita carecería de forma y esencia.

Ahora bien, ¿hay alguna manera de aproximarnos a la armonía tácita si, por antonomasia, se nos oculta? Como todo lo velado, hay que buscarlo debajo de algún manto, adivinar por las formas la materia que subyace al paño y, puesto que aquella se halla en diálogo con la belleza ostensible, descubrir en esta las claves del ocultamiento. Solo las claves, pues ya que no nos será posible desvelarla, al menos sí intuir algo de ella en medio de la niebla que preserva su sigilo.

Veamos. La naturaleza, que es —se podría decir casi temerariamente— la sede de la belleza manifiesta, deja entrever bajo sí algunas claves como, por ejemplo, un patrón justificado por el número tres. No estoy diciendo nada nuevo. Nikola Tesla, por citar alguien al azar, hizo célebre su obsesión por esta pauta triádica que rige parcialmente el cosmos. Así pues, el círculo cromático comienza con tres colores primarios, los acordes tonales se conforman mínimamente por tres notas y el triángulo es el primer polígono, esto es, una región de plano cerrada por un mínimo de tres segmentos que se intersecan en sus vértices. Todo ello está en la naturaleza soportado por un modelo triádico, del que el artista extrae algo de la materia, y a la que vincula una forma estética.

El patrón triádico ha cautivado desde la Antigüedad por su vinculación a una suerte de exégesis mítico-religiosa. Baste recordar, por ejemplo, a Pitágoras y la primacía cósmica del número tres o el valor de este en la cábala judía. Hemos, sin embargo, y quizás por ello, pasado por alto la pauta diádica, que me parece incluso más poderosa, profunda y determinante que la triádica.

Estructuras fractálicas como el rayo, las ramificaciones de un árbol o las raíces de una planta se fundamentan en la pauta diádica. Nótese que un arbusto crece a partir de un tronco único, luego divide este en dos y más tarde cada una de ambas ramas en otro par, y así sucesivamente. Dentro de mis manías fotográficas está la de captar tormentas eléctricas, y el mismo comportamiento se reproduce en la progresión de una descarga eléctrica nube-tierra. Ya sabemos que la fractalidad no es homogénea y que en ocasiones puede alterar el modelo, pero su constante es notablemente alta.

También hemos olvidado, quizás por obvia, la primacía del número uno. Las plantas germinan sobre esta base, los árboles se yerguen en la unicidad de su tronco y la esencia de lo humano está incardinada en la individualidad. Casi todas las culturas antiguas signaban en él a la divinidad y es el primado de los números naturales, sin el cual no es posible iniciar (aunque sí continuar) la sucesión de Fibonacci.

Ya que mencionamos al célebre matemático italiano, valga decir que su sucesión, el número dorado y la proporción áurea son parte de la bellísima aritmética de la armonía oculta. Quizás sorprenda saber que el número áureo se halla en el árbol genealógico de las abejas, en la forma de algunos moluscos Nautillus y en la distribución de las ramas de un árbol, de las hojas en los tallos helicoidales y de ciertos pétalos como los de las flores de alcachofa, las piñas coníferas o las margaritas. Por cierto que los aficionados a la fotografía sabemos el valor de Fibonacci en una buena toma.

La belleza ostensible es el paño que cubre a la oculta. A partir de su forma logramos intuir apenas algo de la materia que subyace a lo visible. Comprender la aritmética que hace posible la armonía entre lo bellamente tácito y lo explícito es, con toda seguridad, inalcanzable, pero en su intuición podemos experimentar una suerte de sospecha trascendente que nos permite presentir el misterio del eterno diálogo del universo.

jeronimo-alayon.com.ve

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