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Disquisiciones sobre El Señor de los Anillos

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A menudo creemos que el mal hay que confrontarlo, darle batalla. Parece cierto, pero es una verdad a medias. No son pocos los que se agostan en la ilusión de combatirlo en su propio terreno, lo cual entraña el riesgo de derrapar hacia la perversión. Como en toda contienda, hay una amalgama entre inteligencia y fuerza, y en ambas acecha la posibilidad de medirse, incluso al costo de hacerse un poco más malo echando mano de estrategias que nos parecen justificables en nombre de la justicia. Ahora bien, si no es tan rentable solo plantarle cara a los nefastos, ¿qué alternativa nos queda? El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, encierra algunas claves sobre este particular.

En este sentido, me parece central el episodio en el que Frodo y Sam escalan el Monte del Destino para destruir el Anillo Único. Mientras estos llevan a cabo el ascenso, Gandalf, Aragorn y el resto de los ejércitos adelantan una maniobra distractora: se concentran ante la Puerta Negra retando a las fuerzas hostiles de Mordor, con lo cual consiguen que Sauron aparte su atención de los héroes que pondrán coto a su maldad. De una parte, aquellos se preparan para una posible batalla contra los soldados del Señor Oscuro. De la otra, los dos hobbits se esmeran en coronar su misión redentora.

Aunque el análisis filosófico-teológico de la épica tolkiana puede ser mucho más complejo, baste dejarlo en este punto. Si retrocedemos un poco hasta la batalla de Pelargir, tiene un peso decisivo en su triunfo la participación de los espectros malditos de El Sagrario. Convocados por el propio Aragorn —bajo la promesa de que serán redimidos de su condenación si se retractan de su perjuro y combaten a su lado—, son un recurso definitivamente oscuro con una justificación luminosa pero cuestionable. Constituyen, sin embargo, la estratagema que hace posible la victoria para un ejército que estaba vencido desde antes de que comenzara la conflagración.

Como decíamos, en el mismo terreno hay que medirse en perversidad para vencer a los nefastos. Si el ejército del corrompido Saruman el Blanco está conformado de semiorcos devenidos en engendros, el de Aragorn viene a serlo por fantasmas réprobos. Tolkien pareciera insinuarnos esta ecuación una y otra vez. Sin embargo, convenga recordar que la Guerra del Anillo duró un año aproximadamente y supuso unas quince batallas, durante las cuales el protagonista, Frodo Bolsón, avanzaba junto a Sam hacia Mordor y finalmente a la Montaña del Destino.

Bolsón no es un caudillo militar, sino un héroe órfico: de los diez miembros de la Comunidad del Anillo que atraviesan las infernales minas de Moria, Frodo y Sam son los únicos que ascienden de la oscuridad a la luz con un ideal de construcción y redención, van de la catábasis a la anábasis, lo cual entraña una fuerza más creadora: el amor, mientras el resto se agosta en la diatriba bélica.

La guerra nunca será un acto de amor, pero quizás sí el sacrificio de los que deciden hacer el viaje de Frodo. Aunque quien empuña un arma tal vez viva la fantasía de creer que ofrenda su vida por un bien superior, lo cierto es que entrega la suya después de tomar otras por su cuenta. En el libro de contabilidad de la sangre vertida en batalla es muy difícil discriminar qué va al debe y al haber… Tal vez no sea una mala idea repasar la propuesta gandhiana sobre la no violencia y el lamentable balance de las cruzadas para hacerse una opinión al respecto.

A ratos es probable combatir el mal cuerpo a cuerpo, pero la premisa de Tolkien en El Señor de los Anillos es que la confrontación solo sea la estratagema distractora, al modo de los ilusionistas que distraen a su audiencia despistándolos de lo esencial. No en vano, si bien podría discutirse el enmascaramiento teológico de Gandalf, este funge como hechicero de los buenos, en tanto que Saruman, su maestro, lo es de Sauron. Frodo, por el contrario, no es un mago, pese a que lleva el Anillo Único, y aunque ha cedido a la tentación de usarlo en varias ocasiones, finalmente no sucumbe a su poder perverso. En el caso de la épica tolkiana, el viaje órfico del héroe hobbit es lo sustancial.

Si recordamos, el arma que Orfeo emplea cruzando el Hades no es otra cosa que su cítara. Los hobbits se caracterizaban precisamente por su pacifismo antibelicista y por considerar las armas como objetos inservibles y decorativos. Frodo porta una espada, cierto, pero apenas hace uso de ella. Su pertrecho es la fuerza de voluntad, en tanto que el de Sam es la fidelidad a su compañero. Ambos hacen posible el ascenso a la Grieta del Destino. El amor del primero por la Comarca y el del segundo por su amigo son la vitalidad redentora que restaura la armonía en la Tierra Media. Las batallas solo constituyeron, podría decirse con alguna audacia taurina, lances con capote. Los pases con muleta al Señor Oscuro los dio el hobbit portador del anillo.

Surge en este punto una cuestión, puesto que resulta fácil confrontar: ¿cómo combinar esto con la inteligencia constructiva del bien? Me vienen a la mente dos frases, una de san Maximiliano Kolbe y otra de san José María Escrivá de Balaguer: «Solo el amor crea», diría aquel, y «Ahogar el mal en abundancia de bien», diría este en una clara inspiración paulina.

Si se mira con atención a la conjunción de ambas sentencias, podemos concluir, un poco en clave mindaniana, que la razón debe mostrarnos dónde está la verdad, esto es, indefectiblemente unida a la caridad, la voluntad tiene que abrirse para conducirnos a ella y la memoria ha de recordarnos el domicilio de aquel hallazgo para que podamos regresar cuando nos perdamos. Esta mirada del ser desde su horizonte interior es el fundamento de Frodo en su viaje, suerte de axis mundi que hace posible el ascenso del abismo a la luz (no es casualidad que la Grieta del Destino esté en la cima de una montaña).

Tolkien se cuida de mostrarnos en el final de El Señor de los Anillos el destino de los dignos portadores del Anillo Único, Bilbo Bolsón y su heredero Frodo, esto es, la Tierra Imperecedera, a la que se llega por el Camino Recto. Sobra explicar aquí las connotaciones mitológico-teológicas, pero está claro que en aquella primera nave solo van los que han salvado la Tierra Media. Más tarde irán Sam y el enano Gimli, profundamente transformado por el casto amor a Galadriel, la luminosa reina élfica que protege a la Comunidad.

Quizás la sentencia de los valar a los dúnedain de la isla Númenor sea intimidante: «La existencia de los mortales se extingue cual polillas ante la luz excesiva». ¿Acaso sea mejor terminarla como murciélagos disputándose el pesado aire de una oscura caverna? Convendrá, por tanto, no olvidar las sabias palabras de Sam: «¿Cómo volverá el mundo a ser aquello que fue después de tanta maldad? Al final, todo es pasajero, incluso esta oscuridad ha de quedar atrás para abrir paso al nuevo día… Nosotros podríamos rendirnos, pero no lo hacemos porque luchamos por algo… para que el bien reine, mi señor Frodo».

jeronimo-alayon.com.ve

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