Yo ya he visto otros vientos
Marco Tulio Cicerón
Como siempre, aclaro que no hablaré del autismo, sino de mi autismo. Son dos cosas bien distintas porque no todos los autistas somos iguales. Incluso dentro de una misma banda del espectro autista (la del síndrome de Asperger, en mi caso) somos muy diferentes. La idea no es otra que ayudar a comprender esta compleja condición del neurodesarrollo. Ya he tratado en artículos anteriores el asunto a manera general, de modo que esta vez me centraré en un aspecto más concreto: el complicado mundo de las emociones y sentimientos.
Alguna vez, un amigo filósofo me preguntó si los autistas tenemos sentimientos. Podrá parecer curiosa la pregunta, pero lo cierto es que sobre nosotros corre toda suerte de mitos, y al cabo del día hasta se nos teme: hay gente que se ha alejado de mí al saber que soy autista o al sufrir el embate de alguno de los vientos sin voz de mi autismo.
Los autistas sí tenemos sentimientos. Cuando somos personas altamente sensibles (PAS), los sentimientos pueden ser, además, muy intensos. Y si tenemos trastorno sensorial, es decir, tenemos los sentidos disparados, esos mismos sentimientos pueden ser incalculablemente más intensos cuando se mezclan con lo sensitivo. El problema no está en lo que yo sienta, que puede ser maravilloso, sino en la incapacidad de expresarlo. Por eso soy poeta… porque solo el lenguaje poético alcanza en su potencia simbólica a traducir lo que siento ante el ser amado, una puesta de Sol o el recuerdo de alguien… Si hubiera forma de dejar salir de mí toda esa erupción de sentimientos y emociones en forma de luz, la calle devendría repentinamente en un tsunami de millones de colores y nada sería igual después…
Ahora bien, vamos por partes y dividamos el asunto en inputs y outputs, entradas y salidas, y perdonen mi lógica filosófico-lingüística, pero no puedo esquivar mi formación. Los sentimientos/emociones de otras personas entran a mí bajo la forma de una expresión verbal o no verbal (no soy bueno con el lenguaje no verbal, a pesar de que lo he estudiado y hasta he publicado un libro al respecto). Aquí está el primer problema. Mi literalidad puede hacer que entienda un casual «te amo» como algo más prometedor. Me llevó un largo tiempo entender que la gente usa esa expresión (sagrada para mí) hasta como sinónimo de «me caes bien». Así que me hago un soberano lío con las expresiones emotivas y sentimentales de los demás. No traje de fábrica el software para interpretar correctamente tales sutilezas…
¿Las salidas, los outputs? ¡Ah, sí! Es peor. Con todo ese maremágnum a la entrada, la salida no es menos caótica porque no logro entender a veces qué siento y por qué lo siento. Pasé años tratando de comprender la diferencia entre dolerse y molestarse o entre «te amo» y «te quiero», y ni siquiera estoy seguro de que don Andrés Eloy Blanco me haya ayudado finalmente con su Pleito de amar y querer. Por eso la ansiedad tan típicamente autista. A veces me siento frustrado o triste, y no entiendo por qué. Y con frecuencia creo sentir algo que no es así como pienso, o que los demás sienten lo que más tarde descubro que no era como creía. ¡Un lío!
Todo sería hasta gracioso si no fuera por la saturación y los colapsos, con sus consecuencias… Para quienes tengan en casa un autista, los términos saturación y colapso serán familiares. ¡Eso espero! Yo tiendo a saturarme sensorialmente si paso muchas horas en el computador o si estoy mucho tiempo en una reunión (con todas esas voces en mis oídos retumbando) o si la etiqueta de la camisa me aguijonea como una avispa. También me saturo emocionalmente si he estado expuesto a emociones y sentimientos intensos mucho tiempo, como me acontece justo ahora cuando he perdido a tantos amigos por COVID y cáncer.
Entonces es fácil que sobrevenga el primer tipo de colapso por saturación, el meltdown, la típica rabieta autista. En mi caso, es común que ande malhumorado o triste y tenga estallidos de rabia o de llanto por cualquier cosa. Son mínimas explosiones que me reequilibran. Sé que vienen en camino porque aparecen ciertas estereotipias: camino de un lado a otro con nerviosismo, escucho miles de veces la misma pieza, cuento mis pasos al caminar, giro el botón de mi camisa hasta casi desprenderlo, froto reiteradamente mis manos o me vuelvo meticulosamente puntillista con todo. Son las fumarolas del volcán justo antes de la erupción. Sin embargo, a veces no paro ahí.
Sobreviene el segundo tipo de colapso, el shutdown. Es un apagón sensorial y emocional. Es al revés del meltdown porque no exploto: implosiono. Es más difícil de apreciar y solo es visible cuando ya es innegable. Puede ir desde un simple llegar de la calle y acostarme media hora en la cama solo mirando al techo, sin pensar ni sentir nada, como muerto, hasta pasar semanas callado e introspectivo. Es la cara dolorosa del autismo porque la sufro yo y los que más cerca de mí están.
A menudo la gente cree que es contra ellos que me callo. ¡No! Guardo silencio porque no sé qué me pasa ni qué decir. Entiendo que alguien debe saber qué decir para decirlo, si no, ¿cómo expresar lo que carece de idea y cuerpo en las palabras? Yo puedo tardar semanas en entender mis emociones y saber cómo decirlo. Mi percentil de inteligencia de 95 % no sirve para nada en esos momentos. Solo es un adorno bonito e inútil. Y, por lo general, para cuando finalmente entendí, el daño está hecho y no hay remedio… pues pasó el tiempo de hablar. Por eso suelo vivir distante socialmente de los demás. Es mi modo de protegerlos. Mi esposa lo es porque siendo novios me buscó tras dos semanas de estar yo en un shutdown… y me rescató.
Por último, está el colapso más temible: el burnout autista. Es una fatiga que sobreviene cuando hemos sido sometidos a un largo esfuerzo de mímesis neurotípica. Tengo la habilidad de copiar patrones de comportamiento de las personas que no son autistas para poder funcionar socialmente en circunstancias exigentes y dar la talla, pero el costo emocional es muy alto. El mundo no está hecho para recibirnos y aceptarnos. Esa es la verdad. Nosotros hacemos esfuerzos inmensos para adaptarnos respondiendo a lo que el mundo espera de nosotros, y nos quemamos. Cuando eso pasa, hacemos crisis dolorosamente y necesitamos volver a nosotros mismos, a nuestra interioridad. Reclamamos nuestra esencia autista y hay un retroceso temporal en las facultades de socialización que hemos adquirido.
En ese proceso puedo experimentar fatiga extrema, malestares corporales, insomnio y hasta dificultad para desempeñar trabajos intelectuales, además de resultar callado, taciturno y pensativo, no muy conectivo con la mirada, distante socialmente, formal, breve y conciso en mis comunicaciones escritas, en fin, no tan simpático y jovial como la gente desearía. ¡Es triste cuando me juzgan y discriminan por ello!, pero logro sentirme en paz. Quizás nada aporte más sosiego a un autista que el silencio o, en su defecto, los sonidos armoniosos de una sinfonía o el canto de un ave. Es probable que por eso alguna vez quise ser sacerdote. Tal vez por ello paso tantas horas en mi estudio ocupado con mis faenas intelectuales.
No todos lo entienden y se alejan, unos asustados y otros incomodados. Nada en torno del autismo es fácil, lo sé. Por eso es un prodigio de amor que mi esposa siga aquí después de 26 años de matrimonio y 34 de amistad, y que mi hija me adore tal como lo hace. También son un milagro los amigos que no me dejan ni se resienten ni me juzgan con severidad a pesar de «mis cosas»: mis distanciamientos, mis desaparecidas de las redes sociales y mis largos mutismos. Iba a decir que son pocos, pero no: son suficientes. A ellos les digo que agradezco su amor fiel e indulgente, que los amo inmensamente desde mi silencio (que es lo más sacro en mí) y rezo por cada uno, incluso cuando más feroces soplan los vientos sin voz de mi autismo.
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