No man is an island entire of itself; every man
is a piece of the continent, a part of the main.
John Donne, Meditation XVII.
Todos estamos concernidos. Viajamos en un flujo de humanidad que inició hace unos 300 mil años, y en el que estamos implicados. ¿Cuántas veces hemos sido Arquímedes al exclamar ¡eureka!, como él hace veinticuatro siglos? ¿No estamos hoy tan intrigados por la vida de ultratumba como aquellos que hace 4500 años construyeron el Cementerio Real de Ur con sus más de 2000 tumbas? ¿Y, lo mismo que ellos, no nos afanamos en dar solemne sepultura a nuestros muertos? ¿Quién se atreve a negar algún grado de relación entre el dolmen de Kilclooney y el Taj Mahal? Todos estamos concernidos.
Si una hoja se precipita antes de tiempo de un cerezo en Tokio, ¿acaso nada tiene esto que ver con la sorpresiva crecida de un río en Suramérica? Y el llanto de un niño en el Auschwitz de 1944… ¿no está emparentado con el llanto de una madre durante los recientes ataques palestinos a Tel Aviv? Nada, absolutamente nada de lo que somos está roto o desconectado. Quizás no entendamos el vínculo, pero somos un inexorable hilo conductor de humanidad desde el primer ser humano. Somos el punto de la recta que enlaza el antes y el después. Todos estamos implicados en la condición humana.
En 1979 James Lovelock planteó su hipótesis Gaia, según la cual la atmósfera y la vida superficial de la Tierra se implican y regulan mutuamente como un sistema único. Otro tanto ocurre con la condición humana: el ser humano y sus diversas manifestaciones civilizatorias a lo largo de la historia funcionan como un sistema en el que todo está comprometido.
¿Cuántas veces nos hemos detenido a pensar que llevamos tres siglos cantando el Gaudeamus igitur en nuestras universidades? ¿Sabíamos que su letra data del s. XIII y que, lo mismo que los Carmina Burana, se inscribió en la tradición goliardesca de aquel siglo, suerte de poesía profana y subversiva contra los omnímodos poderes del Estado y la Iglesia? En aquellos clerici vagantes et goliardi de hace ocho siglos estaba ya la semilla de nuestros modernos bohemios… La universidad es, sin duda, una de las instituciones fosilíferas de Occidente. En ella es posible hallar prácticas que tienen toda la antigüedad de su occidental institucionalidad, por tanto, para quienes hacemos vida en su claustro docente, es una prueba fehaciente del continuum de humanidad.
En mi país (Venezuela), hace unos años se desató una polémica —un tanto bizantina— en torno del número romano «IIII» de un reloj recién inaugurado por cierta alcaldía… Mientras leía los alegatos, la mayoría de ellos embadurnados de sinrazones políticas, pensaba en los etruscos. Sí. En los etruscos…
Cuando los romanos conquistaron Etruria, tomaron de estos su sistema numérico que era aditivo (estos eran los primeros diez números: I, II, III, IIII, Λ, ΛI, ΛII, ΛIII, ΛIIII, X), pero pronto tuvieron los latinos que darse un sistema mixto (aditivo y sustractivo), más eficiente, para poder manejar los grandes inventarios imperiales, en el que el número cuatro pasó a ser IV. Ahora bien, siendo como eran de supersticiosos, y empezando el nombre del temido dios IVPPITER con ese mismo número, los romanos optaron por emplear también el número IIII etrusco para no invocar la ira del pater deorum et hominum. Lo demás es la historia de la gnomónica y cómo el número IIII llegó a los relojes de sol en aquella remota Roma del emperador Augusto —quizás su célebre Horologium Augusti lo tuvo—, así como la posterior preservación del IIII hasta el s. XIX por ese gremio ultraconservador, el de los relojeros.
La próxima vez que nos sintamos tan mal que pensemos estar rotos por dentro… recordemos que nada está roto ni desconectado en este continuum humanum. La próxima vez que sintamos que no pertenecemos a determinado entorno social, preguntémonos en qué idioma estamos pensando eso, con qué palabras y de dónde provienen dichos vocablos. Quizás nos sorprendamos de saber su etimología y antigüedad… Que no entendamos la relación es harina de otro costal, pero nada está inconexo. Todos estamos concernidos.
Y ahora que digo palabra, acaso sea esta el tejido conectivo por excelencia. En ella reposan casi todas nuestras posibilidades de incorporarnos al flujo de humanidad. La palabra es el tejido conjuntivo de la cultura, la que hace posible que se sostengan todas las manifestaciones civilizatorias interconectadas entre sí. Todo cuanto somos es posible cuando invocamos la palabra, exacta como un rayo que cruza el entendimiento de nuestro interlocutor. Soy cuando mi palabra te habita. ¿Y el silencio? Todo cuanto soy ha sido antes en mi silencio, pero solo será-en-ti por virtud de la palabra. Mi palabra soy yo-en-ti.
A veces me sucede que estoy conversando con alguien —el medio no importa, puede ser en persona o por WhatsApp—, y me percato de la continua postergación: soy puesto en espera mientras mi interlocutor atiende otra conversación en su aparato. La procrastinación comunicacional es el gran vicio de este incipiente siglo XXI. No se puede ni se debe conversar con alguien que no desea hacerlo con nosotros en la exclusividad del acto de habla… porque debo recordar que una de las características del signo lingüístico —soporte de todo acto de habla— es la linealidad, lo cual descarta, por supuesto, la simultaneidad comunicacional. No hablemos ya de cortesía y otras yerbas de urbanidad…
En este punto, Bauman nos diría que esta pretendida simultaneidad verbal es otra característica de la modernidad líquida y sus relaciones superficiales y frágiles, siempre listas para su descarte. Cierto, pero ¿por qué le tememos tanto a la profundidad en las relaciones humanas?, ¿por qué el temor a abrochar conexiones profundas? Quizás sea por cierta vanidad hedonista, tan de nuestros días, en la que no queremos comprometernos porque el compromiso suele ser proporcional al dolor que puede producir, pero… ¿no lo es también en relación a la satisfacción que nos puede aportar? Claro, es mejor vivir sin ambas cosas… en un mundo de profiláctico bienestar donde no nos complicamos abrazando el destino de otros.
Todos estamos concernidos. Aunque pretendamos vivir tan superficialmente nuestra conexión… todos estamos implicados en la condición humana. Y mientras más pronto lo comprendamos, más dichosos seremos porque la dicha tiene casi siempre el nombre de los otros, y la palabra es el puente que la construye. La misma palabra que destruye y humilla construye y alza a un ser humano hacia la luz más alta. ¿Cuál elegiremos?
Personalmente creo que mi conexión con el flujo de humanidad ocurre por intermedio de la belleza consagrada en la palabra. Tengo una fe inmensa en el verbo estético y su posibilidad de ascendernos a la belleza absoluta. Como Hölderlin en el Hiperión, creo que «hay horas en que lo mejor y más bello se nos aparece como en una nube y el cielo de la perfección se abre ante el amor anhelante». Vivir en esta permanente perplejidad ante la belleza, contemplada desde el lenguaje interior que ansía ser lenguaje exterior, es mi modo personal de conectar con lo humano. En tal sentido, ha sido importante para mí elegir algunas palabras vitales como belleza y luz o… quizás ellas me eligieron a mí.
Tan crucial, sin embargo, como elegir las palabras con las que iremos tejiendo nuestra implicatura humana es elegir las personas por medio de las cuales nos conectemos al flujo de humanidad. La vida es un vuelo en bandada. Y para alguien que, como yo, cree en la trascendencia de la belleza, es esencial descubrir durante el viaje almas bellas. Ellas son como un diapasón que le permite a mi alma afinarse una octava más alta en su belleza interior porque, al cabo, nunca avistaremos en el mundo una belleza más alta que la que nos habite…
John Donne, en su Meditación XVII, se concentró exclusivamente en la disminución de la condición humana, pero ¿y qué la acrecienta? Entre otras cosas, cada expresión de la belleza porque aumenta nuestra dignidad. Todos estamos concernidos… en la belleza absoluta.
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